embrionAntes que fuese implantado en el útero de mi madre, ya me habías visto. En el interior de una probeta, a través de un potente microscopio, pudiste observarme en mi estado embrionario. Cigoto me llamaste (¡vaya nombre!), aunque ya poseía todos los elementos que esencialmente constituyen un ser humano.

Viste también a otros hermanos míos, artificialmente fecundados como yo. Creíamos formar una familia y que algún día creceríamos y jugaríamos juntos en nuestro entorno familiar. Pronto, sin embargo, nuestras esperanzas se vieron truncadas.

Un día pude observar que mis hermanos habían desaparecido. Más tarde descubrí que habían sido asesinados. Con premeditación y alevosía, los sacaste del medio seguro en que se desarrollaban y los entregaste a una muerte indigna (no sé si fue por un desagüe o en un vulgar cubo de basura).

¿Por qué aquella matanza microscópica? ¿No eran mis hermanos como yo? ¿No estaban sanos y llenos de vida? ¿Por qué no los dejaste vivir como a mí? ¿Qué te llevó a tan terrible decisión?

En aquellos momentos, yo no entendía nada. Las decisiones las tomaban unos “animales” políticos y científicos que jugaban a ser dioses. Pensaban que la vida, que ellos mismos no habían podido crear, la podían manipular a su antojo, simplemente porque contaban con los medios tecnológicos para hacerlo. Luego supe que tú y tus colegas habíais encontrado una justificación para llevar a cabo aquella carnicería.

Habíais descubierto que si un embrión tenía ciertas características genéticas, las células de su cordón umbilical se podían utilizar para curar a un hermano enfermo que no respondiera a otros tratamientos. Un hermano mío se hallaba en esas circunstancias y solo yo poseía el material biológico necesario para sanarle. Por eso fui seleccionado para vivir.

Posteriormente me implantaste en el útero de mi madre. Por medio de un escáner seguías viendo crecer mi embrión. Observabas cómo con asombrosa rapidez se formaban mi cabeza, mis extremidades, cómo latía mi corazón. No pensabas (o no querías hacerlo) que mis hermanos podían haberse desarrollado como yo si no los hubieras asesinado.

Tanto tú como mis padres estabais ofuscados. Tú estabas embriagado por el delirio del avance científico. No solo olvidaste el Mandamiento que dice: “No matarás”, sino que dejaste a un lado hasta tu juramento hipocrático. Mis padres solo tenían en mente (quizá solo en el corazón) la futura sanidad de mi hermano mayor y se habían convencido de que un fin tan
hermoso justificaba cualquier medio: aun la muerte de los inocentes. Su conciencia se embotó de tal manera que apenas sentían culpa alguna por su complicidad en el asesinato de mis hermanos.

Por fin llegó el gran día. Fui dado a luz. (Incidentalmente, siempre me gustó esa expresión, pues implicaba que la vida no comenzaba en el momento del parto, sino que había estado oculta en la oscuridad del seno materno y ahora se manifestaba abiertamente). El proceso de selección embrionaria había sido un éxito. No solo se me consideraba ahora un ser humano sino también el “salvador” de mi hermano, pues mediante tu depurada técnica lo libraste de una muerte que parecía inevitable.

Tu nombre y tu imagen aparecieron en todos los medios. Tanto la prensa como la radio y la televisión se hicieron eco de la extraordinaria noticia. Cuidadosamente se omitió mencionar los “daños colaterales” de la muerte de mis hermanos. La sociedad, embaucada, aplaudió entusiasmada el éxito de la proeza científica. Nadie se atrevió a llamarte públicamente asesino: lo habrían “asesinado” mediáticamente a él. Lo importante era que el exitoso experimento abría la esperanza para que muchos otros niños como yo pudieran beneficiarse de tan asombroso adelanto científico. Matar embriones se consideraba tan irrelevante como matar hormigas o cucarachas.

Gracias a tu novedosa técnica reproductiva, mi hermano creció físicamente sano, para alegría mis padres y demás familiares. Psicológicamente, sin embargo, mis genes no le sirvieron de mucho. Mientras que yo llegué a ser un ciudadano deseoso de mejorar la sociedad en la que vivía, mi hermano (el que tú “salvaste” de la invalidez o la muerte) se adentró por los tortuosos caminos de la violencia y el terrorismo. Finalmente perpetró una terrible masacre en la que perdieron la vida muchas personas, incluyendo a niños inocentes.

No sé qué sentirías al oír la noticia. ¿Comprendiste las consecuencias del asesinato de mis hermanos y de la “salvación” de aquel otro asesino que fue mi hermano mayor? Probablemente tu orgullo científico te impidió reconocer tu responsabilidad en el origen de aquellos hechos. Pero ello no te exime de la enormidad de tu culpa al usurpar el lugar de Dios en la creación de una nueva vida.

Hay otros, sin embargo, que son aún más culpables que tú. Son los “maestros” que propugnan y proclaman un humanismo a ultranza. Aquellos que hacen de los intereses del hombre el centro de todo. Aquellos que no aceptan su condición de criaturas y se consideran dueños absolutos de la Creación. Aquellos que no reconocen a Dios ni su derecho a controlar la vida que Él creó.

En cierta ocasión, el Salmista le dijo a Dios: “Mi embrión vieron tus ojos” (Sal. 139:16). Él era consciente de que Dios, mediante su omnisciencia, puede ver las más diminutas células en la oscuridad del claustro materno. A ti, mediante instrumentos científicos cuyos materiales Dios ha provisto en la Naturaleza, se te permite ver algo tan increíblemente maravilloso como es el embrión humano. Pero en lugar de alabarle por la maravilla de la vida, te ensoberbeces y
quieres ocupar el lugar que solo a Él corresponde. Te crees con derecho a manipular la vida, a disponer de ella, a eliminarla. Quizá te horrorices de los métodos eugenésicos que practicaron los nazis y otros. Pero esencialmente tú haces exactamente lo mismo que ellos: apariencias aparte.

Ha habido en la Historia un embrión milagrosamente creado y seleccionado: el de Nuestro Señor Jesucristo. Él fue elegido para que, no con su cordón umbilical sino con su vida entera, pudiera salvar a sus hermanos de raza: los seres humanos. Y esto no en relación con enfermedades físicas, sino con la enfermedad mortal del pecado, que nadie puede curar.
Paradójicamente, Él no hizo esto mediante su vida, sino, principalmente, mediante su muerte. Hombres impíos le asesinaron, no en el vientre de su madre sino en una cruz, y ahora todos los que se unen a él por la fe reciben vida, y vida en abundancia.

Te aconsejo, pues, que te arrepientas de tu crimen; que reconozcas la culpa de tu soberbia; que asumas tu equivocación; que digas ante los medios de comunicación (si es que te lo permiten) que no se pueden violar impunemente las leyes de Dios: que a la larga, pagaremos las consecuencias. Pero no te pares ahí. Ve a Cristo y confía en Él para que tus pecados sean perdonados: aun el de matar embriones.

Mi embrión vieron tus ojos y también los embriones de otros. Pero que esa visión no te lleve a matar inocentes sino a alabar a su Creador.

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