novios 1Alguien ha comprobado que el cuerpo humano de un adulto de tamaño medio contiene: cal suficiente para blanquear una habitación pequeña, bastante carbón para hacer varios miles de minas de lápiz, fósforo para fabricar veinte cajas de cerillas, hierro suficiente para hacer media docena de clavos, sal para llenar seis saleros, la azúcar necesaria para endulzar diez cafés, el mismo calcio que un tubo e pastillas, potasio como para disparar un cañón de juguete, sulfuro suficiente para desinfectar un perro, una cucharilla de azufre, cerca de cuarenta litros de agua, la grasa necesaria para fabricar seis pastillas de jabón y tanto aire como para inflar un centenar de globos.

¿Es esto lo que el ser humano es? ¿Un puñado de elementos químicos y nada más? Si esto fuera cierto, tendría el mismo valor un cadáver que una persona viva; pero sabemos que no es así. Aparte de la vida también tenemos características propias que transcienden la materia como, por ejemplo: la conciencia, el conocimiento del bien y del mal, el gusto por el arte y la estética, nuestra alma y el anhelo de seguir existiendo. Como nos recuerda Salomón: “[Dios] ha puesto eternidad en el corazón de ellos [los seres humanos]” (Ec. 3:11).

La Biblia declara que el hombre y la mujer son mucho más que un puñado de materia unida accidentalmente, ni mucho menos son el resultado sofisticado de un animal evolucionado. Todo lo contrario, el hombre es una creación directa de Dios mismo y, por tanto, de valor inigualable.

La creación de la raza humana fue un acto de voluntad totalmente soberana y libre de parte de Dios: “Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas” (Ap. 4:11). No había ningún elemento que le condicionase para crearnos y no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Dios era —y es— completo en sí mismo desde la eternidad pasada y por los siglos de los siglos.

En el último día de la creación, después de haber creado los cielos y la tierra y todo lo que en ellos hay, Dios creó la corona de su obra; el hombre y la mujer: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.” (Gn. 1: 26,27). Que Dios nos haya creado a su semejanza concede a todo ser humano gran dignidad y significado. Esto implica que todos, sin distinción de edad, nacionalidad, capacidad intelectual o estado de salud, tenemos los mismos derechos y merecemos ser tratados con el mismo respeto.

Mucho se ha discutido sobre lo que significa que el ser humano fuese creado a la “imagen y semejanza” de Dios (en que grado nos parecemos; si en nuestra santidad original, si en nuestras capacidades intelectuales, morales o afectivas, si es porque nuestro ser nunca dejará de existir, etc.). Wayne Grudem lo define de la siguiente manera: “El hecho de que el hombre sea a la imagen de Dios significa que el hombre se parece a Dios y lo representa”.(1) El ser humano es el único —entre todas las criaturas— que ha sido creado a imagen de Dios y la mayor parte del debate se simplifica cuando analizamos el significado de las palabras hebreas para “imagen y semejanza”. Estas dos palabras se refieren “a algo que es similar pero no idéntico a la cosa que representa; o es una imagen”.(2)

Parte de la imagen de Dios en nosotros se puede ver en las habilidades y responsabilidades con las que Dios nos creó:

Dominio sobre la creación: “llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread” (1:28).

Disfrute y uso de la misma: “toda planta […] todo árbol […] os será para comer” (1:30).

Cuidado y mantenimiento de ella: “y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (2:15).

Inteligencia y creatividad para ordenar y clasificar: “y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre” (2:19).

Capacidad de relacionarse, amar, etc.: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él.”(2:18). “Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre” (2:22). “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (2:24).

Conocimiento del bien y del mal: “mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (2:17).

Todo este orden, este equilibrio y belleza fueron gravemente afectados por un acto de desobediencia humano; el llamado “pecado original”. Esta rebelión provocó que la imagen de Dios en nosotros quedase terriblemente desfigurada: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás” (3:17-19).

Aquí vemos como la desobediencia de Adán y Eva cambió radicalmente la situación y el propósito original de Dios. Esta desobediencia fue castigada con una maldición sobre la creación, con la entrada del dolor y la muerte y, sobre todas las cosas, perdimos el privilegio de relacionarnos directamente con Dios, su amistad y su protección. Cuando nacemos, heredamos la naturaleza adámica —corrupta y pecadora— que nos separa de la santísima naturaleza de Dios.

Lo sorprendente es que, a pesar de nuestro pecado, la imagen de Dios en nosotros ha sido distorsionada pero no perdida: “Con ella [la lengua] bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios” (Stg. 3:9). Y este versículo se refiere no solo a los creyentes, sino a toda la raza humana; como también nos recuerda Grudem: “De todas maneras, debido a que el hombre ha pecado, ya no se parece tan plenamente a Dios como antes. Su pureza moral se ha perdido y su carácter pecaminoso no refleja la santidad de Dios. Su intelecto está corrompido por falsedad y equivocación; sus palabras ya no glorifican a Dios; sus relaciones están a menudo gobernadas por el egoísmo más que por el amor, y la lista continúa”.(3)

Este concepto es llamado en teología Depravación total, y no significa que somos tan depravados —malos— como podríamos llegar a ser, sino, más bien, que todo nuestro ser está completamente afectado por el pecado. Aún somos capaces de hacer cierto bien, pero todo lo que hacemos está totalmente contaminado, afectado por el pecado: “todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapos de inmundicia” (Is. 64:6).

Damos gracias a Dios —y continuaremos haciéndolo por toda la eternidad— que no nos ha dejado en esta trágica situación y ha provisto nuestra restauración a través de Cristo. Así como en el primer Adán —como cabeza de la raza humana— fuimos todos arrastrados y caímos de la posición original en la que nos encontrábamos: “por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres” (Ro. 5:18ª); en el segundo Adán todos los creyentes seremos redimidos y levantados: “de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de la vida”; “Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (Ro. 5:18b; 1 Co. 15:22). A esto lo llamamos Federalismo o Teología Federal —del latín foedus, pacto— y así como Adán nos representó y caímos, Cristo —usando el mismo principio— nos puede representar para salvación.

Esta restauración no es instantánea ni completa mientras estamos en este mundo, es progresiva. Esto es debido a que cuando recibimos a Cristo como nuestro Salvador empezamos a crecer en santidad y semejanza al Señor. Nuestros pensamientos, actos, prioridades van cambiando y vamos siendo transformados a la imagen de Jesucristo (2 Co. 3:18; Col. 3:10; Ro. 8:29).

Este proceso culminará en una restauración completa y gloriosa cuando el Señor Jesús vuelva y se manifieste como el primogénito de sus hermanos (nosotros): “El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo […] Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial” (1 Co. 15:47, 49). Dios en su infinita sabiduría e incomprensible misericordia nos restaurará a una posición mucho más alta que la que podríamos haber disfrutado en el paraíso. El sello de esta completa restauración se llama glorificación. Y el pago de la misma es su propio Hijo amado.

BIBLIOGRAFÍA

1. Wayne Grudem, Bible Doctrine, p. 189, Cromwell Press, Trowbridge, (Wiltshire), 2008.
2. Ibíd., p. 189.
3. Ibíd., p. 190.

0
0
0
s2sdefault
Back to Top
Las cookies facilitan la prestación de nuestros servicios. Al utilizar nuestros servicios, usted acepta que utilizamos cookies.
Política de privacidad De acuerdo Rechazar