pecado 30C. S. Lewis, en el último capítulo de su libro Cartas del diablo a su sobrino describe la muerte de un cristiano como: “si se le hubiera caído una costra de una antigua herida, como si estuviese saliendo de una erupción espantosa, y parecida a una concha, como si se despojase de una vez para todas de una prenda sucia, mojada y pegajosa”.(1) Según las propias palabras

Pero, exactamente, ¿qué es el pecado? Literalmente significa errar el blanco (desviarse de la meta o tomar el camino equivocado). Así lo define Wayne Grudem: “El pecado es cualquier fracaso de someterse a la ley moral de Dios, en actos, actitudes o naturaleza”.(3) El pecado también es muerte espiritual porque nos separa de Dios e impide relacionarnos con él. En la ley de Dios manifestada en los 10 mandamientos (Ex. 20:1-17) y su resumen (Mt. 22:36-40), entendemos algo más sobre el pecado. En ella se nos muestra claramente la voluntad y el carácter perfecto del Señor. La ley no solo nos enseña lo que es bueno, puro y santo, también nos muestra que somos incapaces de cumplir con todos sus puntos. Esto se ve de forma obvia en dos aspectos comunes y diarios de nuestras propias vidas: del escritor el sentido primario de esta descripción es la liberación de nuestro cuerpo carnal y defectuoso: “este desnudarse final […] esta completa purificación”.(2) Pero la clave para entender de que está hablando, el concepto omnipresente detrás de ese “desnudarse final”, la fuerza destructora que por fin es vencida, ¡es el pecado!

El pecado es quebrantar

Romper lo establecido por Dios: “contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Sal. 51:4). Hacemos cosas que sabemos que están mal, que sabemos que van en contra de lo bueno y lo correcto. Todo nuestro pecado va dirigido principalmente en contra de Dios. En definitiva, hacemos lo que Dios nos prohíbe y nuestra conciencia así nos acusa la mayoría de las veces.

El pecado es omitir

Desobedecer las demandas de Dios: “y al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Stg. 4:17). No hacemos todas las cosas que Dios demanda o espera de nosotros, a veces por pereza, otras por egoísmo y otras por desconocimiento: “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos” (Sal. 19:12), aunque esto último no es excusa ya que la culpa de no ser capaces de entender y cumplir la ley divina es nuestra. Dios trata con nuestra obligación original, no con nuestra capacidad actual.

Vimos anteriormente como la caída de la raza humana afecta a todos por igual y hace del pecado algo universal: “No hay quien haga lo bueno, no hay ni aun uno” (Sal. 53:3); es una fuerza que actúa en mí de forma individual. Por eso es personal: “vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios” (Is. 59:2). También es integral porque abarca todas las esferas de nuestro ser: “todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapos de inmundicia” (Is. 64:6). Agustín de Hipona explica lo que es el pecado a través de tres analogías muy parecidas a lo que hemos explicado; el pecado como enfermedad, como poder, y como culpa. Así lo resume el profesor Alister McGrath:(4)

1. La primera analogía trata al pecado como una enfermedad hereditaria, la cual es transferida de una generación a otra. Como vimos arriba, esta enfermedad debilita al ser humano y no puede ser curada por la acción humana. Cristo se convierte así en el médico divino, por cuya llaga “fuimos nosotros curados” (Is. 53:5) y la salvación es entendida esencialmente como sanadora o en términos médicos [las palabras sanación y salvación derivan de la misma raíz]. Somos sanados por la gracia de Dios, para que nuestras mentes puedan reconocer a Dios y nuestras voluntades puedan responder a la divina oferta de la gracia.

2. La segunda analogía trata al pecado como un poder que nos mantiene cautivos y de cuya parálisis somos incapaces de liberarnos por nosotros mismos. El libre albedrío humano es esclavizado por el poder del pecado y solo puede ser liberado por la gracia. Cristo se ve así como el libertador, la fuente de la gracia que rompe el poder del pecado.

3. La tercera analogía trata el pecado como un concepto judicial o forense: culpa, la cual es transferida de una generación a otra. En una sociedad —como la antigua romana— que puso un alto valor en la ley, y en la que Agustín vivió y trabajó, esto fue considerado como una ayuda particularmente valiosa, una manera de entender el pecado. Cristo viene así para traernos compasión y perdón.

Por todos estos motivos decíamos al principio que el pecado es una fuerza destructora, es una enfermedad que afecta todo nuestro ser y es un traje sucio y pegajoso que contamina todo lo que tocamos. El apóstol Pablo lo entendió y lo expresó con un grito angustiado: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago […] Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí […] ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Ro. 7:14-25). Los teólogos llaman a esta doctrina depravación total, no porque seamos tan malos —depravados— como podríamos llegar a ser; ya que Dios a través de su gracia común, sus juicios, nuestra conciencia y las leyes civiles, refrena el mal. Se llama así porque “Cada parte de su ser [el hombre] —su mente, su voluntad, sus emociones, sus afectos, su conciencia, su cuerpo— han sido afectadas por el pecado […]. Su entendimiento está oscurecido, su mente en enemistad con Dios, su voluntad para actuar está esclavizada por su entendimiento defectuoso y su mente rebelde, su corazón es corrupto, sus emociones están pervertidas, sus afectos están naturalmente desviados a lo que es malo y pecaminoso, su conciencia es indigna de confianza y su cuerpo sujeto a la mortalidad.(5)

El salmista declaró ser malvado desde que estuvo en el vientre de su madre: “He aquí, en maldad he sido formado, Y en pecado me concibió mi madre” (Sal. 51:5) y Dios mismo especifica que: “el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud” (Gn. 8:21). El rey más sabio que pisó la tierra nos anuncia que: “el corazón de los hijos de los hombres está lleno de mal y de insensatez en su corazón durante su vida” (Ec. 9:3) y el profeta Isaías nos recuerda la triste realidad: “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento” (Is. 64:6).

Por tanto, el pecado es universal e incluye tanto acción, como omisión y pensamiento: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás, y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio […]. Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt. 5:21-22, 27-28). A la luz de estos versículos, ¿quién puede decir que nunca ha pecado? Todos hemos pecado tanto de pensamiento, como de acto y de omisión. ¿Quién puede amar a Dios constantemente y con todo su ser; y a su prójimo —a todo el mundo— como a sí mismo? La respuesta es: ¡nadie! y aunque muchas personas no reconocerían su pecado (p. ej.: “no soy perfecto pero yo nunca he matado”); posiblemente todo ser humano admitiría haber pecado de pensamiento. Cualquier forma de pecado nos condena ya que rompiendo un solo eslabón de la cadena, ésta queda rota: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gá. 3:10).

También debemos recordar que es Dios quién va a juzgar a la humanidad según su naturaleza santa y perfecta. Si nuestro juez en la eternidad fuese otro ser humano como nosotros, quizá alguno se salvaría ya que rebajaríamos el listón de la ley y ciertamente encontraríamos personas cuya actitud exterior sería bastante buena, pero ¿quién podrá permanecer de pie ante aquel que es fuego consumidor y conoce lo más profundo de nuestro corazón? De nuevo la respuesta es: ¡nadie! El listón lo pone la santidad de Dios, no la supuesta bondad del ser humano.

A pesar de que en un sentido todos los pecados —pensamiento, acción u omisión— son graves e igualmente ofensivos delante de Dios, la Biblia nos habla de pecados que posiblemente son más graves, trayendo consecuencias inmediatas y castigo seguro en la eternidad.

Mt. 11: 22: “Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón, que para vosotras.” Allí donde el evangelio haya sido predicado y posteriormente rechazado habrá mayor condenación que donde hubo menos conocimiento: “Aquel siervo que conociendo la voluntad de su Señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes […] porque todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará” (Lc. 12:47, 48).

1 Co. 6:18,19: “Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca. ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del espíritu santo?” Es muy posible que en la unión sexual se creen lazos más profundos de lo que imaginamos, provocando desordenes variados a la vez que deshonramos la morada del Espíritu Santo, cuando es fornicación o adulterio. Aunque según Charles Hodge este versículo “no enseña que la fornicación es mayor que cualquier otro pecado; pero enseña que verdaderamente es peculiar en sus efectos sobre el cuerpo; no tanto físicamente, sino en sus efectos morales y espirituales”.(6)

Mt. 12:31 y 1 Jn. 5:16: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada”. El llamado pecado imperdonable. Los fariseos atribuyeron al poder de Jesús un origen satánico; deducimos entonces que, rechazar hostilmente la luz recibida de forma constante es motivo de juicio inminente y rechazo seguro por despreciar al único que puede proporcionar la salvación. Calvino creía que se refería a la apostasía completa.

pecadoLa doctrina católica acerca del pecado

La iglesia católica está gravemente equivocada en este punto. Ellos distinguen entre pecados mortales y veniales (menores). A la lista original de pecados mortales: orgullo, envidia, gula, avaricia, lujuria, ira y pereza; el Papa Benedicto XVI añadió siete más: contaminar el medioambiente, ingeniería genética, riquezas obscenas, uso de drogas, aborto, pedo-filia, y causar injusticia social. Toda trangesión de los diez mandamientos con pleno conocimiento y deliberado consentimiento se incluyen en esa lista y morir sin haberlos confesado es suficiente para ir al infierno.

En cuanto a los pecados veniales es interesante leer lo siguiente: “[…] son pecados leves. No rompen nuestra amistad con Dios, sin embargo la afectan. Incluyen desobediencia a la Ley de Dios en materias leves [...]. Si por chismes destruimos la reputación de una persona, esto es un pecado mortal. Sin embargo, los chismes normales son acerca de asuntos insignificantes y solo se consideran pecados veniales. Adicionalmente, algo que de otra manera sería un pecado mortal —por ejemplo la calumnia— puede ser en un caso particular solo un pecado venial. Según ellos, la persona puede haber actuado sin reflexionar o bajo la costumbre de un hábito, pero por no tener plena intención, su culpa ante Dios se ve reducida”.(7)

Según la iglesia católica, si mueres sin confesar un pecado mortal eres enviado al infierno y, si es venial, eres enviado al purgatorio. Y nosotros preguntamos: ¿Cómo sabes cuándo estás pecando mortalmente o venialmente si la línea que los separa es tan confusa? ¿En qué momento estás seguro de haber hecho suficientes méritos para mantener la salvación y no perderla al instante siguiente? ¿No es nuestro corazón engañoso y manipulador? ¿Cómo, pues, podemos confiar en que no nos estamos engañando a nosotros mismos respecto a nuestra bondad y justicia? Obviamente, no hay ninguna forma de saber en qué posición estamos cuando confiamos en nuestras obras. ¡Qué diferente es esta enseñanza católica de la verdadera enseñanza bíblica! Una proporciona angustia y miedo; la otra paz y confianza. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:8-9).

BIBLIOGRAFÍA

1. C. S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, p.137-138, Ediciones Rialp, S. A., Madrid, 2004.
2. Ibíd., p. 138.
3. Wayne Grudem, Bible Doctrine, p. 210, Cromwell Press, Trowbridge, (Wiltshire), 2008.
4. Alister E. McGrath, Christian Theology, p. 429, Blackwell Publishers Ltd., Oxford, 1997.
5. Robert L. Reymond, A new systematic theology, p. 450, Thomas Nelson, Inc., Nashville, (Tennessee), 1998.
6. Charles Hodge, 1&2 Corinthias, p. 105, The Banner of Truth Trust, Edinburgh, 1994.
7. www.ewtn.com/spanish/preguntas/pecado_mortal_y_venial.htm, (22-02-2012).

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