El monje y teólogo alemán Martín Lutero (1483-1546), iniciador y padre de la Reforma Teológica del S. XVI, llamó a la enseñanza de la Justificación por la Fe (Sola Fide), la doctrina por la cual la Iglesia permanece de pie o se cae (Articulus Stantis vel Cadentis Ecclesiae). Esta doctrina es el corazón y el núcleo del evangelio; un entendimiento correcto de la justificación es absolutamente crucial si queremos entender la verdadera fe cristiana. De todos es sabido la gran lucha que sostuvo Lutero para encontrar paz y no la encontró en ninguna de las muchas obras que realizó —largas oraciones, confesión diaria, penitencias, castigos diversos, etc.— hasta que meditando en Romanos 1:17 (“el justo por la fe vivirá.”), comprendió que la pura gracia y misericordia de Dios justifica al pecador, librándole del dominio de la ley y de las obras. El propio Martín Lutero describió ese momento: “Así me sentí renacer y me pareció que había entrado en el Paraíso a través de puertas abiertas de par en par. Toda la Escritura adquiría un nuevo significado, y mientras antes la ‘justicia de Dios’ me resultaba odiosa, ahora me resultaba dulcísima y amable”.(1)
La disputa principal de la Reforma Protestante contra la iglesia católica fue acerca de esta doctrina, y aún hoy en día es la línea que divide el evangelio de salvación por gracia del falso evangelio de salvación por obras.
En los capítulos previos vimos como Dios nos llamó a reconciliarnos a través de Cristo Jesús, como la regeneración hizo posible que pudiéramos responder a esa invitación y como en la conversión, por fin, confiábamos en Jesús para el perdón de nuestros pecados. “Ahora, el siguiente paso en el proceso de sernos aplicada la redención es que Dios debe responder a nuestra fe y hacer lo que prometió, esto es, de hecho, declarar que nuestros pecados han sido perdonados. Debe ser una declaración legal respecto a nuestra relación con las leyes de Dios, afirmando que estamos completamente perdonados y que nunca más seremos candidatos al castigo.”(2)
La Confesión Bautista de Fe define así la Justificación: “A quienes Dios llama eficazmente, también justifica gratuitamente (Ro. 3:24; 8:30), no infundiendo justicia en ellos sino perdonándoles sus pecados, y contando y aceptando sus personas como justas (Ro. 4:5-8; Ef. 1:7); no por nada obrado en ellos o hecho por ellos, sino solamente por causa de Cristo (1 Co. 1:30-31; Ro. 5:17-19); no imputándoles la fe misma, ni la acción de creer, ni ninguna otra obediencia evangélica como justicia; sino imputándoles la obediencia activa de Cristo a toda la ley y su obediencia pasiva en su muerte para la completa y única justicia de ellos por la fe, la cual tienen no de sí mismos; es don de Dios (Fil. 3:9; Ef. 2:7,8; 2 Co. 5:19-21; Tit. 3:5,7; Ro. 3:22-28; Jer. 23:6; Hch. 13:38-39).” (3) De una forma más sencilla, pero precisa, Grudem la define como: “[…] un acto de Dios legal e instantáneo en el cual él (1) piensa en nuestros pecados como perdonados y en la justicia de Cristo como nuestra, y (2) nos declara justos ante su mirada.” (4)
El verbo justificar significa principalmente ser declarado justo: “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley” (Ro. 3:28). Justificación es lo opuesto de condenación: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?” (Ro. 8:33-34), en este contexto significa declarar a alguien no culpable. Es de vital importancia entender que no somos hechos justos, sino declarados ser justos. Con esto queremos decir que con la justificación no hay un cambio interno de naturaleza o carácter —nuestra experiencia nos demuestra que seguimos pecando—, lo que tenemos es una declaración legal por parte de Dios de que él nos ve justos (santos, limpios, perfectos). Por eso los teólogos lo han llamado un término forense, en el sentido jurídico de que tiene que ver con un procedimiento legal.
La iglesia católica sigue, hoy en día, entendiendo erróneamente la doctrina de la Justificación. Esto se debe a su incapacidad de separar la justificación de la regeneración y de la santificación. Roma enseña que una persona puede llegar a ser hecha realmente justa —santa— internamente, en vez de ser santa —justa— solamente de forma legal a los ojos de Dios. Esto le roba paz al católico que nunca sabe cuál es su posición real delante de Dios. También enseñan que esa justificación es temporal —ya que se puede caer de ella—, en clara oposición a la enseñanza bíblica que declara que es permanente. En la justificación, el pecador es declarado para siempre legalmente absuelto de toda culpa —justo—, y en la santificación, el pecador justificado va creciendo en santidad progresivamente, hasta el momento de su muerte donde se convertirá definitivamente en lo que ha sido legalmente durante su vida como creyente en este mundo. El profesor John Murray entendió perfectamente la diferencia entre regeneración y justificación: “La regeneración es un acto de Dios en nosotros; justificación es una declaración de Dios respecto a nosotros. La distinción es como la distinción entre el acto de un cirujano y el acto de un juez. El cirujano, cuando extrae un cáncer interno, hace algo en nosotros. Esto no es lo que hace un juez, él da un veredicto en referencia a nuestro estado judicial. Si somos inocentes, él declara en consecuencia”.(5)
Ya hemos visto como la justificación nos declara legalmente justos delante de Dios; ahora veremos los dos aspectos incluidos en esta declaración. En primer lugar, significa que no deberemos pagar un precio por nuestros pecados —esto incluye pasado, presente y futuro—: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia. Él volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados”. (Mi. 7:18-19). Tal y como lo expresó el apóstol Pablo: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Ro. 8:1). Pero si Dios solo declarase que somos perdonados de nuestro pecado, resolveríamos la mitad del problema porque nos colocaría en una posición neutra —parecida a la que tenía Adán antes de pecar—, pero no tendríamos una justicia positiva en nuestra cuenta. Por tanto, el segundo aspecto de nuestra justificación es la declaración de ser justos delante de sus ojos, tal y como lo expresó el profeta Isaías: “me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió, y como a novia adornada con sus joyas” (Is. 61:10).
La pregunta, entonces, es obvia; ¿Cómo puede Dios declarar que no debemos nada y que somos justos si realmente somos pecadores culpables? La respuesta se encuentra en la palabra imputación. Dios puede declararnos justos porque nos imputa —nos aplica— la justicia de Cristo. Cuando Cristo fue clavado en la cruz, los pecados de los elegidos fueron imputados en él: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21). De la misma manera, a través de la justificación, los méritos de Cristo se nos imputan a nosotros. Podemos pensar en dos hombres; uno extremadamente rico, con una fortuna de varios miles de millones de euros. Otro, extremadamente pobre, sin un céntimo en el bolsillo ni ningún otro bien material. Si el hombre rico pusiera al hombre pobre como co-titular de sus cuentas bancarias, el hombre pobre pasaría —a todos los efectos— a ser igual de rico que el primero. De igual forma, cuando se nos imputa —nos atribuye, nos traspasa— los méritos perfectos de Cristo, nuestra cuenta delante de Dios está rebosante de justicia, la propia perfecta y sublime justicia del Santo Cordero de Dios.
Tan solo añadir dos cosas que aunque resulten obvias, deben ser recordadas. Nadie, nunca, podrá ser capaz de declararse justo delante de Dios: “ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Ro. 3:20). La salvación es por sola gratia y nadie puede merecer ser justificado. El mismo concepto de la gracia —favor inmerecido—, niega la posibilidad de ganar por nuestros propios méritos la salvación: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:8-9). “Dios no tenía ninguna obligación de imputar nuestro pecado a Cristo o de imputar a nosotros la justicia de Cristo; sólo lo hizo por su favor inmerecido”.(6) En segundo lugar, recordar que Dios nos justifica a través de nuestra fe en Jesucristo. La fe es un medio —un instrumento— por el cual obtenemos la justificación; pero no hay mérito en la fe como si fuera una acción nuestra. La fe misma es un regalo de Dios y por tanto elimina cualquier falsa confianza en nosotros mismos respecto a la salvación, a la misma vez que nos ofrece verdadera confianza en la salvación por la obra de Cristo y la seguridad de que nuestros pecados son eternamente perdonados.
BIBLIOGRAFÍA
1. blogs.ua.es/luteromartin/2011/08/13/temor-espiritual-y-descubrimiento-de-la-justificacion-por-la-fe (01-05-12).
2. Esto creemos. Confesión Bautista de Fe de 1689. p. 50, Editorial Peregrino, Moral de Calatrava, (Ciudad Real), 1997.
3. Wayne Grudem, Bible Doctrine, p. 315, Cromwell Press, Trowbridge, (Wiltshire), 2008.
4. Ibíd., p. 316.
5. Ibíd., p. 317.
6. Ibíd., p. 320.