Posiblemente hayas escuchado a alguien decir que el día que se muera le gustaría que fuese durmiendo, para no sentir dolor. Incluso hay una llamada muerte dulce; la producida por la inhalación de monóxido de carbono debido a la combustión de leña, carbón, gas natural, gasolina, queroseno, etc. Morir de esta manera se llama así por la ausencia de dolor ya que el afectado cae en un sopor paulatino que le lleva a la parada cardiaca.
Realmente, la única muerte dulce que existe es la del creyente que está en paz con Dios porque sabe que sus pecados han sido perdonados. A pesar de ello, hemos de reconocer que la muerte es una situación de crisis. Es un cambio brusco cuyo proceso y continuidad no entendemos del todo. Como cristianos, atravesamos diversas crisis durante nuestra vida; en la conversión, en dudas que aparecen, y en la lucha con el pecado. “Sin embargo, esta lucha tiene un final. No continúa más allá de la tumba del cristiano. La última crisis que es la muerte nos lleva a una dimensión completamente nueva”.(1) En este estudio hablaremos de la muerte física, aunque la Biblia nos habla también de la muerte espiritual (Jn. 5:24), y de la muerte eterna o segunda muerte (Mt. 25:41).
¿Qué es la muerte? La muerte física es la separación del cuerpo y del espíritu; no significa dejar de existir, ni tampoco ser aniquilado. “Vida y muerte no se oponen el uno al otro como existencia y no-existencia, sino que se oponen solo como diferentes modos de existencia”.(2) La muerte en sí misma es algo horrible, es la destrucción de la vida que Dios nos regaló. Todo aquel que ha estado delante del cadáver de un ser querido conoce el impacto de saber que lo que está viendo es una carcasa vacía. La muerte es una consecuencia directa del pecado y la desobediencia (Gn. 2:17; 3:17-19). “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12). La muerte es una maldición y si el ser humano no hubiera pecado, ésta no hubiera existido.
Al morir somos separados de nuestros seres queridos; “corta los hilos que nos han unido a los demás tanto física como mental y espiritualmente […] La muerte de otros nos separa de ellos, llevándolos a donde no podemos comunicarnos con ellos. Nuestra propia muerte significa dejar atrás a aquellos a quienes hemos dedicado toda nuestra vida”.(3)
Al morir son separados nuestro cuerpo y espíritu. Aquello que originalmente pretendía ser una unidad, es desgarrado. Este cuerpo que era nuestro tabernáculo terrestre será desecho y dejado atrás (2 Co. 5:1). “El único instrumento con el que hemos podido conocernos a nosotros mismos y comunicarnos con los demás será separado de nuestro espíritu eterno, lo cual es contrario a la naturaleza. La magnitud de esta separación está más allá de nuestro pobre entendimiento”.(4)
Al morir el incrédulo es separado definitivamente de Dios. Mientras está en este mundo, el incrédulo goza de las bendiciones comunes de Dios (Mt. 5:45) y de su paciencia (2 P. 3:9). En resumen, mientras vive, tiene la oportunidad de arrepentirse y reconciliarse con Dios. Pero al morir, esta oportunidad desaparece para siempre (He. 9:27).
Algunos han hablado del “día que la muerte murió”, posiblemente inspirados en el título del libro de John Owen La muerte de la muerte en la muerte de Cristo. El Nuevo Testamento suele hablar del imperio de la muerte como algo que ha sido destruido e inutilizado por Jesucristo (He. 2:14), por eso podemos mirar a la muerte de forma muy diferente al que no tiene esperanza. El Señor Jesús venció a la muerte y esta ya no tiene poder sobre nosotros; “Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Donde, oh, sepulcro, tu victoria? (1 Co. 15:54-55). El Hijo de Dios se encarnó para ser uno como nosotros pero sin pecado (He. 4:15-16); y su vida, muerte y resurrección (Col. 2:15) nos garantizó la victoria sobre el tirano que es Satanás y la muerte (enemigos que han sido vencidos y que serán destruidos cuando Cristo vuelva: 1 Co. 15:26; Ap. 20:14). Aquel que es la resurrección y la vida (Jn. 11:25) está con nosotros y, cuando pasemos por el valle de sombra de muerte, estará a nuestro lado (Sal. 23:4).
Las consecuencias de esta victoria, como podemos apreciar, son muchas. Por eso la Biblia habla de la muerte como “dormir” (1 Co. 11:30, 15:6; 1 Ts. 4:13). Es el medio por el cual despertamos a un nuevo día glorioso en la presencia de Dios. Es como soltar amarras y dejar que el barco que estaba anclado, parta a su destino (Fil. 1:23). Este dormir no significa que nuestras almas duermen hasta que vuelva el Señor —el uso aquí de la palabra dormir es un eufemismo—, pues morir significa estar presentes delante de Dios de manera consciente (2 Co. 5:8). En el momento de la muerte el espíritu del creyente es llevado por los ángeles al paraíso celestial (Lc. 16:23; Lc. 23:43; Hch. 7:59).
¿Cuál debe ser nuestra actitud ante la muerte? Tenemos que aprender a verla con respeto pero sin temor. No debemos obsesionarnos con ella, ni tampoco despreciarla como si fuera algo sin importancia. Sabemos que la victoria es nuestra y que nada ni nadie —ni siquiera nosotros mismos— nos puede separar del amor de Cristo (Ro. 8:35-39).
Aún así, debemos estar espiritualmente preparados (Mt. 25:1-13). Debemos recordar que estamos aquí de paso y que este mundo es temporal. Que el tiempo dado será siempre corto en relación con la eternidad, pero que Dios nos pedirá cuentas de cómo hemos usado lo que ha sido puesto en nuestras manos: “porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Co. 5:10). Por ello, como dice Sinclair Ferguson: “debemos vivir cada día a la luz de aquel día que seremos separados de este mundo”.(5)
Debemos vivir de acuerdo a nuestro llamamiento santo y a nuestro destino eterno. Recordando que somos hijos del Rey y así poniendo nuestros corazones en la gloria de Cristo. Para Pablo morir era ganancia pero sabía que el vivir era Cristo (Fil. 1:21-24). Debemos valorar esta vida en su justa medida, ni apegándonos demasiado a los deleites, ni a las comodidades, porque estas son pasajeras. Por eso las Escrituras comparan nuestra vida cristiana con una carrera (He. 12:1) y nos aconseja que nos liberemos del peso que nos puede estorbar. Un día miraremos hacía atrás y veremos que todas las aflicciones, injusticias, esfuerzos y luchas fueron pequeñas en comparación con la gloria que disfrutaremos: “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Co. 4:17).
BIBLIOGRAFÍA
1 Sinclair B. Ferguson, La vida cristiana, p. 183, Ed. Peregrino, Moral de Calatrava (Ciudad Real), 1998.
2 Louis Berkhof, “Systematic Theology”, p. 668, The Banner of Truth Trust (Edinburgh), 1998.
3 Sinclair B. Ferguson, La vida cristiana, p. 185, Ed. Peregrino, Moral de Calatrava (Ciudad Real), 1998.
4 Ibíd., p. 185.
5 Ibíd., p. 190.