Otra parábola les dijo: El reino de los cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer, y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo fue leudado.
Me gusta meditar en tus parábolas, Señor, porque entre otras cosas me trae el gozo de saber que si las entiendo es porque me diste ojos para ver y oídos para oír (v.11-13,16), es decir, capacidad para entenderlas, sentirlas y aplicarlas.
Claro que también corro el peligro de abusar de ellas y hacerles decir más de lo que dicen. No me permitas que me ocurra eso.
Quiero sentirme en este día y en los que vendrán después como esa mujer que esconde la levadura en la harina hasta leudarla. Quiero tener esa capacidad y anhelo de ir dejando el evangelio en diferentes lugares (en una conversación, en algún corazón afligido, en las manos de alguien en la calle o sala de espera) en la espera, la esperanza de que después, en algún momento, algún día, cambie a esa persona.
Claro que no es solo ir desparramando levadura o poner tratados en los parabrisas, sino trabajar la masa de harina para colocar dentro el poderoso poder del evangelio, la semilla del reino, no se requiere más, pero tampoco menos.