Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles de Dios en el cielo. Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.
Quisiera pensar más en el cielo de lo que lo hago, y pensar en él, pero no con mente terrenal.
Me lleno de tantas preocupaciones y de tantas ocupaciones que me olvido del lugar al que correspondo, que yo ya no soy de aquí. Y cuando ocurre que añoro y pienso en ese lugar, en tu casa, en la morada preparada para mí (Jn. 14:2), lo hago con una mente y unos sentimientos demasiado terrenales.
Sé, debo de recordar, que en el cielo no se darán los placeres que aquí se dan, que la felicidad no descansará en relaciones humanas o placeres físicos, sino en ti, que tú, Señor, serás la fuente de mi felicidad y placer y que superarás los límites que aquí tengo. Que el gozo que darás a mi alma no será de unos instantes, ni de muchos instantes, sino constante e infinito.
Sé, debo de recordar también que tú eres Dios de vivos, que no solo seré un alma con placer, sino un cuerpo, un ser con gozo.
¿Cómo seré yo en tu cielo para poder contener todo el bien que tú podrás darme? Esta es mi gloriosa incógnita que me satisface en este día.