Pero Jesús no le respondió ni una palabra; de tal manera que el gobernador se maravillaba mucho.
¿Por qué guardaste silencio tú Señor que podías decir tanto? Con tu palabra calmaste la tormenta, resucitaste a los muertos. Tus palabras asombraron a los sabios callaste a los que te probaban y avergonzaste a los hipócritas.
¡Cuán profundas y ricas tus bienaventuranzas! ¡Cuán esperanzadoras tus llamadas e invitaciones al pecador! ¡Cuán tiernas tus palabras sobre los niños.! ¡Cuán solemnes tus oraciones al Padre! ¡Cuán sentidas tus palabras por tu amigo muerto y tu ciudad incrédula!,…
Y ahora callas, callas ante los insultos, callas ante las acusaciones injustas que te hacen y las provocaciones para que te defiendas.
No, ninguna palabra sale de tu boca para defenderte o justificarte, no lo necesitas, tú eres justo y lo sabes, no quieres evitar la muerte, al contrario sales a su encuentro. No quieres ni agradar, ni satisfacer a los hombres, sino al Padre, al que obedeces hasta el final, tu respuesta es a Él y esta muerte, por mí. Ahora tu defensa ante el Padre no es por ti, sino por mí.
¡Bendita voz la tuya cuando hablaste y bendito silencio el tuyo cuando callas!
Sí, todos nos maravillamos ante tu silencio, unos, el gobernador y tus acusadores porque se sorprenden y no entienden y yo ahora porque entiendo. Tú y yo callamos.