Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas.
Siempre me ha costado la oración. Tú lo sabes bien Padre, lo has podido ver esta misma mañana. Tengo que luchar constantemente por sujetar mi imaginación, quitar de sobre mí todos los asuntos a los que yo, pobre de mí, quiero encontrar solución y venir con la fe necesaria para saber qué respondes y cómo respondes (v.24).
Pero en esta hora me pones mayor carga y preocupación; la de perdonar al otro mientras estoy orando. Sí, es verdad que en el mismo ejemplo de oración que tu Hijo nos enseñó ya estaba este requisito (Mt. 6:12) (Lc. 11:4) y que en otras ocasiones he meditado en ello, pero aquí y ahora este exagerado “yo” mío, esta pobre fe mía y estas enemistades de mi corazón, me son estorbo.
¿Por qué cuesta tanto perdonar, aun sabiendo que no hacerlo perjudica mi oración a ti, mi relación contigo? ¿Si ansío tanto que respondas a mi clamor, por qué es que no corro a arreglar mis relaciones y quitar mis ofensas? ¿Será que no me preocupa en el fondo lo que busco de ti, o al menos no tanto como el mantener este orgullo mío?
No, no quiero que sea así, por lo que te pido en oración que me ayudes a perdonar pública y privadamente a todos los que pudieran haberme ofendido para que así sea más efectiva mi oración de cada día.