Si yo me justificare, me condenaría mi boca; Si me dijere perfecto, esto me haría inicuo.
Tal es mi naturaleza y el estado de mi corazón, hasta donde yo me conozco, que incluso, como dijo Job, el intentar justificarme, me condena.
Sé, confieso que paso parte del día pecando, ofendiéndote de mil maneras y la otra parte la paso excusándome, engañándome a mí mismo e intentando engañarte a ti.
Tengo que luchar con más fuerza contra mis pecados y cuando no lo consiga, pues lo cierto es que soy débil, tengo que venir a ti y confesarlo, llamar a lo malo, malo (Is.5:20).
Aunque también es verdad que cuando mi conciencia, dormida o cauterizada por la filosofía de la época, intenta excusarme, engañándome, diciéndome que aquel pensamiento o deseo no era tan malo, o que había razones lógicas para hacerlo, al verbalizarlo y hacerlo sonido para mi propio oído, me doy cuenta de que era pecado. Mis propias palabras acusan y condenan a mi corazón.
Qué mejor entonces, Señor, que al hablar contigo en mis oraciones haga palabra mis deseos e intenciones y así poder saber que aquel gesto, aquella actitud o aquel hecho sí eran en realidad pecado, porque mi justificación no está en mí sino en ti.