No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados.
Quiero llevar hoy conmigo esta actitud y por tanto necesito, Señor, que tú me ayudes en ello.
Sé que tengo en mí ese orgullo de saber por tu palabra lo que es bueno y malo, lo que te agrada y lo que te ofende. Me siento capaz de ver el pecado de otros, por pequeña e insignificante paja que sea (v.41-42) y de condenar sus palabras y hechos. Pero tiendo a olvidar que yo soy de la misma naturaleza que la de los demás, que cometo los mismos o parecidos pecados y que, por tanto, yo también seré juzgado y condenado por otros, y seguro que con buenas razones. Eso me atemoriza y avergüenza.
Señor ayúdame a mantener el necesario equilibrio. No quiero ser indiferente al pecado que te ofende, y mucho menos a mi propio pecado. Quiero tener el valor de acercarme a mi hermano y ayudarle en su lucha (Mt.18:15ss) (Stg.5:19-20) recordando que yo puedo encontrarme un día en ese mismo estado. No quiero condenar sin saber antes su estado, y de luchar con él, por él, para encontrar una salida, para llegar al arrepentimiento restaurador. Quiero perdonar cuantas veces sea posible y necesario.
Quiero, Señor, que me ayudes a tratar a otros como me gustaría que me trataran a mí.