Venid luego, dice Yahveh, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.
Te doy gracias, Padre, por esta invitación general que haces y por sentir en esta mañana que puedo hacerla mía una vez más.
Me invitas a venir a ti, no porque esté sin pecado o porque crea que he podido pagarlos por mí mismo, sino a pesar de mi pecado. No porque hayas dejado de ser justo y santo, sino porque además eres misericordioso conmigo.
Conoces bien la gravedad y el número de mis pecados y, aun así, me permites un acceso a tu presencia. Aun sabiendo de los pensamientos erróneos de mi mente, los deseos sucios de mi corazón, las palabras airadas o las obras pecaminosas de mi ser, no te impiden este inmenso acto de gracia.
Me invitas a tu presencia con la oferta de lavar mis pecados, de transformarlos del rojo al blanco, de la culpa a la inocencia ante tus ojos. ¿Cómo podría ser esto? Solo tú puedes hacerlo, solo un Dios como tú puede hacer que mis pecados puedan perder su color, su culpa y, por tanto, mi destino y condena.
Gracias Padre, por ese rojo intenso de la sangre de tu Hijo que lava mis pecados delante de tu trono de justicia, hasta aparecer ante ti, sin merecerlo, como blanca nieve.