Yo Yahveh; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas.
Quizá nunca llegue a estar seguro de cómo pronunciar tu nombre YHWH, ¿Jehová, Yavé, Jawe? Aun así, estas líneas me hacen pensar y me llevan a alabarte por varias razones.
Tu nombre produce en mí temor y reverencia, tener cuidado cuando me dirijo a ti por ser tú quién eres; soberano, creador, inmutable, el mismo del pasado, de hoy y de siempre, el que Es más allá de mi comprensión.
Pero a la vez me permites llamarte por nombre, poder acercarme a ti, sabiendo quién eres, Santo y Único, y quién soy yo, pobre criatura pecadora. Poder nombrarte es recordar que te has revelado y me permites tener una relación contigo.
Te presentas ante nosotros, ante mí, por tu palabra y por tu Hijo y me dices que eres único y que tienes tal gloria, hermosura y majestad que no puede ser compartida o sostenida por nadie ni por nada.
No hay escultura, figura o idea que pueda representarte, por tanto, cualquier imagen será solo idolatría, un error de adoración.
Cristo, tu Hijo, Dios hecho hombre es tu gloria (Jn.17:5). Alabarle a él hoy, es alabarte a ti.