Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te redimí.
Cuando me mostraste tu ley y la grabaste con punzón en mi corazón, me enseñaste que mi pecado no debería ser considerado como cosa ligera, sino como algo grave delante de tus ojos, un problema que no era fácil de resolver; mi culpa no sería ignorada ni olvidada por ti (Os.7:2), pero tampoco por mí (Jer.17:1). ¡Cómo me pesa en ocasiones mi pecado! ¡Cómo me golpea mi conciencia con este frío granito de mi culpa!
Es entonces cuando estas líneas, y otras parecidas, vienen a mi alivio y consuelo.
No es que mis pecados dejen de ser lo que son, una ofensa a tu gloria y majestad, pero sí que tú, en tu gracia, los hagas disiparse en tu presencia como nube o como niebla. Con un soplo de tu misericordia los deshaces.
En esta mañana me recuerdas cómo me has redimido, rescatado de mi justo destino de condenación. El precio, tu Hijo, fue muy alto, pero el resultado, definitivo y glorioso.
Al mirar ahora al cielo y ver que esas nubes negras se van deshaciendo, me hace oír otra vez tu voz que me invita a volver a ti para que me vuelvas a decir: «¡Yo soy tu redentor!».