Acordaos de las cosas pasadas desde los tiempos antiguos; porque yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí.
Han sido ya varias veces en las lecturas de este libro que me has dicho, Dios mío, que solo tú eres Dios, que no hay otro fuera de ti, que no hay otro que salve, que solo tú eres redentor y que, por tanto, a nadie darás tu gloria. No me queda duda, Señor, yo lo creo.
Lo que sí puede pasar es que yo lo olvide en algunas ocasiones, que actúe como si no lo supiera o ignorara esa realidad.
Tengo que hacer memoria, por tanto, en estos instantes volver a la Escritura y ver que solo tú eres Dios y que eres como eres, que yo no debo imaginarte, sino aceptarte como te revelas, asumir incluso lo que yo entiendo y adorarte, caer rendido delante de cada uno de tus atributos.
Nada hay semejante a ti para poder compararte y, por tanto, nada que yo pueda figurar para representarte. Hacerlo, intentarlo, es solo empequeñecer tu gloria y es idolatría. Superas toda mi imaginación y capacidad.
Tú, Dios de las escrituras, Padre de mi Señor Jesucristo, eres todo, incluso más de lo que yo podía esperar. A quién iré, a quién tengo, sino a ti.