Echad de vosotros todas vuestras transgresiones con que habéis pecado, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué moriréis, casa de Israel? Porque no quiero la muerte del que muere, dice Yahveh el Señor; convertíos, pues y viviréis.
En esta mañana estas palabras tuyas me suenan muy dramáticas, casi tristes, como un lamento, aun cuando sé que eres tú el que habla a través de Ezequiel. Conozco el fin de la historia, tengo clara mi doctrina, sé que tu pueblo estará seguro para siempre… pero vuelvo a oír de mis propios labios estas palabras y me estremezco.
Estás viendo que tu pueblo Israel, por el que tanto has hecho, se encamina irremediablemente a su destrucción por causa de su pecado y terquedad, y aun sabiendo esto vuelves a llamarle al arrepentimiento, a la conversión.
Aun, cuando eres tú el que les causa esta ruina como castigo a sus transgresiones, les muestras con ternura y pasión, que no quieres la muerte del que muere. «¿Por qué moriréis? No quiero que muráis. Convertíos». Si no fuera porque son tus palabras, me parecerían desesperadas.
Dios mío, contágiame esa pasión que muestras. Que yo pueda ir con esa fuerza a los que yo sé que a mi alrededor se encaminan a la muerte, que no me enfríe mi ánimo su indiferencia, que sea como aquel siervo tuyo, que predicaba como un moribundo a gente moribunda. Es cuestión de vida o muerte, ni más ni menos