Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado.
Señor, puedo imaginar aquel episodio que recuerdas aquí de Israel en el desierto (Num.21:5-9).
El pueblo se queja, siente fastidio en su alma (Nm.21:5) e incluso encuentra liviano el maná que tú hacías caer del cielo. Tú les castigaste con veneno de serpientes, pero a la vez les ofreciste una cura, no un antídoto cualquiera, sino mirar a una serpiente de bronce levantada en un asta.
Y ahora tenemos la misma situación, pero ya no solo del cuerpo sino el peligro del alma. Un veneno nos corre por las venas que condena nuestra alma a amargura eterna. El ser humano se olvida de tu maná, de lo mucho que les has dado en este desierto, quiere ignorar todo lo bueno que viene de ti, y se queja de todo lo malo en lo que ellos mismos son responsables. Pero igual que envías un verdugo, también envías un remedio, pero ahora es tu propio Hijo levantado en una cruz, para que todo aquel que por su pecado empiece a sentir el veneno y la culpa, pueda mirarle, confiar en ti y así poder vivir, pero ya vivir eternamente.
Señor una vez más miro a la cruz. ¡Gracias!