Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti;
Señor, esta oración tuya, es de los pasajes más sorprendentes de toda la Escritura, al menos eso me parece a mí cada vez que me detengo a meditar en ella.
Primero, por el hecho en sí de que oraras. Considerando el hecho de que tú fueras de la misma naturaleza del Padre ahora estabas en una posición de sumisión y dependencia de él, dejaste tu gloria por causa de nuestros pecados, por mí. Desnudarte de tu gloria para rescatarme.
Pero nunca perdiste la comunión con él. Las referencias a tus oraciones, a tu tiempo a solas me indican cuanto más yo necesito encontrar ese tiempo igual.
Tú pudiste demandar la devolución (Jn. 17:5) de tu gloria y grandeza porque cumpliste fielmente cada demanda del Padre. Esto me recuerda ahora una vez más que tú lo hiciste todo bien, no hay necesidad de nada más en mi salvación. En tus manos pues estoy seguro (Jn. 17:6).
Pasas, unes tu oración por ti, a interceder por mí y lo haces incluso con ruegos (Jn. 17:9) ¿Cómo podría dudar sobre mi salvación si te tengo a ti pidiendo por mí al Padre que todo lo concede?
Yo, rescatado de mi merecida condena como todos los demás, soy instrumento para tu propia gloria (Jn. 17:10). Es decir, que la mayor muestra de grandeza, poder, hermosura y amor del Padre estaba en tu obra de entrega, muerte y resurrección por mí.
¡Bendito seas!