Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío.
¡Qué significativas son estas palabras justo después del acontecimiento más extraordinario de mi Señor!
Jesús, tu Hijo, ofreció su vida delante de ti, Padre, por mí, murió una muerte que no era suya, sino mía, pues murió para pagar mi deuda de pecado para contigo.
Pero la muerte no pudo con él, tenía que vencer también a este enemigo, arrancarle su aguijón (1 Cor.15:55), por eso se levantó al tercer día. ¡Bendito día!
Entonces, cuando se reúne por primera vez al grupo de discípulos reunidos les dice estas dos cosas, que yo tomo para mí hoy como si yo las hubiera oído personalmente.
Paz, tengo paz. Todo está bien, se ha seguido el plan divino y se ha completado. Ya no hay nada que pueda torcer o dañar mi salvación. Mis grandes enemigos (Satanás, pecado, mundo, muerte…) me pueden herir pero no destruir, doblar pero no quebrar. Ahora me puedo enfrentar a mis deberes y futuro con seguridad.
Luego viene mi responsabilidad, mi deber como parte de tu pueblo, la iglesia. La proclamación del perdón de pecados al mundo que me rodea.
De la misma manera que enviaste a tu Hijo al mundo para redimir a tu pueblo y proclamar el reino, ahora nos toca a nosotros continuar la tarea, no para añadir nada a la cruz, sino para señalarla y guiar hasta ella.
¡Bendita paz y bendita responsabilidad!