Bueno me es haber sido humillado, Para que aprenda tus estatutos.
Tengo que comenzar confesándote, Señor, que no me gusta ser humillado, va en contra de mi naturaleza arrogante. No lo digo como podría hacerlo cualquier persona, sino como el pecador que soy que responde con altivez o desprecio cuando me humillan. ¡Cuántas bendiciones habré perdido en mi vida por tener este corazón orgulloso!
Desde mi conversión a ti, hace ya cuarenta años, tu palabra revelada, ha tenido esta cualidad de mostrarme las cualidades de mi naturaleza y ponerme en mi lugar. En un principio luché contra ella, pero al final me venció. Yo decía que el ser humano debía tener algo bueno y tú me decías que todo en él era pecado (Sal. 51:5), (Rom. 3:10-12; Rom. 5:12) y hacer mal (Gén. 6:5). Recuerdo como me sentí a los pies de mi cama cuando vi que aquello me lo decías a mí, se aplicaba a mi corazón. Me sentí vencido y humillado. Pero luego vino el gozo y la victoria, porque tu palabra no deja en la humillación, en el suelo, sino que levanta y guía. Deje de estar perdido y sin rumbo (Sal. 119:67), me diste la dirección y la meta, tu Hijo Jesucristo.
Ahora me alegro que tu palabra muestre mi ignorancia y me instruya. ¡Dame más de ella!