En la prensa, en la televisión, en el trabajo, en la calle, y en definitiva, en todas partes, se habla siempre de lo mismo: la crisis económica.
¿Quién no ha sentido el devastador efecto sobre sus carnes? Muy pocos, sin duda.
La falta de trabajo (unos cinco millones de parados), gobernantes que no pueden o no saben frenar el avance de este problema social, etc. El caso es que no entra el suficiente dinero en los hogares, y las familias se endeudan o llegan con dificultad a fin de mes. Esta escasez es la causa, en algunos casos, de rupturas familiares que angustiadas ante la incertidumbre del día de mañana deciden romper lo que con tanta ilusión iniciaron en su día ante los ojos de Dios.
Pero, ¿es tal la desolación? La mayoría diréis que sí, y no se os quita la razón, pues no hay nada mejor en el mundo que vivir sin dificultades y sabiendo que todas tus necesidades están cubiertas.
Pero, dejemos a un lado este tipo de bretes y analicemos la otra crisis: la espiritual.
Preguntémonos: ¿Cómo está nuestra relación con Cristo? ¿Somos pobres o ricos? ¿Estamos vivos o somos muertos vivientes?
Si Él pagó con su preciosa Sangre todas nuestras deudas, ofensas y transgresiones, y para ello "se humilló a sí mismo hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2:8), ¿dónde está el problema?
Si tenemos dudas, si por las dificultades nos olvidamos de Dios, es que necesitamos vivificarnos y encomendar nuestras vidas a Jesús, nuestro Señor y Salvador, para que Él nos guíe por su Camino y nos abrace hasta el final del recorrido.
Dejemos de angustiamos por estas penurias, afrontémoslas y cultivemos "primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas nos serán añadidas" (Mt 6:33).
Hay un dicho que dice: "unos llevan la carga y otros reciben la gracia"; Cristo llevó sobre sí nuestra pesada carga y, a cambio, recibimos la gracia de la vida. Mientras vivamos, no estemos muertos, vivamos para Él; estemos preparados para su venida, que nos encuentre ricos y dignos hijos suyos y "no nos alejemos de Él avergonzados" (1 Jn 2:28).