Cuando se piensa en los jueces, se concibe la idea de la justicia.
La sociedad se sostiene gracias a una norma jurídica dictada por el legislador. Es decir, un precepto establecido por la autoridad competente, donde se ordena, se prohíbe o se permite algo en consonancia con la justicia, y a la cual todos debemos obediencia. Su incumplimiento trae aparejada una sanción. Se establece para conservar y robustecer las relaciones entre los ciudadanos, y son administradas por los jueces, máximas autoridades jurídicas para resolver este tipo de conflictos.
Pero estos, lamentablemente, no son perfectos. Los jueces prevarican, algunas veces, y muchas se equivocan. De aquí procede su prestigio. Un juez infalible no amenaza más que a los culpables; un juez que yerra, amenaza a culpables e inocentes. El primero es, verdaderamente augusto; nada escapa a sus ojos. Sin embargo, no podemos decir lo mismo del segundo; este vive de su ego personal, de su posición social o de su incapacidad, y poco le importa el resultado de su judicatura. Actúa con negligencia y vive amparado en su poder ante los demás.
Algo parecido ocurre en las iglesias, pues nos convertimos en jueces sin interesarnos del porqué de los sucesos. Es más fácil criticar o condenar la actuación del individuo, antes que analizar las diferentes causas de su comportamiento.
¿Tenemos razón para esto o estamos equivocados? La respuesta es evidente, ¿no?
Nuestra ley no es otra que la de creer que llevamos razón o la de sentirnos con más sabiduría que otros. Pero esta sinrazón para juzgar, criticar o condenar a uno de nuestros hermanos no está contemplada en la ley por la que debemos regirnos: La Ley de Dios.
Si un hermano cae, yerra o se comporta de una manera contraria a las Escrituras, lo más correcto es la exhortación, no el juicio. Es de gran misericordia el ayudarle, no condenarle. Y más grave aún es prejuzgarle, cuando no conocemos de su boca los porqués de su actuación.
“Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Más si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mt. 18:15-17)”
¡Admirable! ¡Cuán perfectas son las reglas que el mismo Jesús establece para arreglar las diferencias entre hermanos! Así, y sólo así, se debe proceder cuando nos encontremos con algún caso de esta índole. No emitamos juicio previo y dejemos que la Palabra de Dios actúe.
En primer lugar, ve en privado, y dile que ha hecho mal. Aunque, puede darse la circunstancia, de que esa ofensa se haya producido sin intención, como Abimelec a Abraham (Gn. 21:26); o que su comportamiento tenga una explicación, como el de las tribus de Rubén, de Gad y Manases cuando edificaron un altar de regreso a su tierra (Josué 22:24); pero también, ese pecado contra ti puede ser intencionado y por algún motivo que ignoramos. En todo caso, esta actitud amistosa, fiel y directa, con humildad y con lengua blanda, es la que tiene más probabilidades de ganar. Tal vez en ese momento pida perdón y repare el daño.
Por tanto, este es acto de caridad, por amor a tu hermano manifiestas tu corrección fraterna, porque estas buscando su bien y lo haces a solas y no divulgas lo conversado. Si te oye, se habrá ganado un hombre para Dios.
Pero, quizá, este gran esfuerzo hecho con amor, no nos proporcione el resultado deseado. Puede que el hermano al que se le pide explicaciones no quiera o no pueda facilitarlas por algún motivo; o simplemente, no admita su error. Entonces deberemos poner en práctica la regla revelada en el siguiente versículo.
Debemos insistir, pero esta vez, llevando como testigos a uno o dos hermanos que estén presentes para escucharlo. Puede que de esta forma se avergüence y se arrepienta. De no ser así, tendremos la certeza de haberlo intentado de nuevo, aunque él, deliberadamente haya rehusado a hacer las paces cuando se lo propusimos.
Por último, si tampoco surte efecto la prueba testifical, debemos hacer público todo este asunto poniéndolo en conocimiento de la congregación de la que seamos miembros. Si tampoco este paso da resultado, es mala voluntad o cerrajón, y debemos considerarlo como una persona que se ha desentendido de todos los principios cristianos, y cuya vida no es mejor que la de un gentil o publicano. ¡Qué triste!
Todos estos pasos han de darse desde el amor, la benevolencia, el respeto y la generosidad, que son abundancia en el corazón de Cristo. Si amamos a nuestro hermano este debe ser el camino; dando testimonio de nuestra conducta; no emitiendo juicio y dejando que la Palabra de Dios actúe.
Porque, si procedemos con egoísmo, con ansia de venganza, sin respeto, con odio o con orgullo, ¿cómo demostraremos al mundo el amor o la gran generosidad de Dios? Debemos ser su reflejo: “Por tanto, sed imitadores de Dios como hijos amados” (Efesios 5,1)
El Señor Jesús, en toda la amplitud de su Palabra, nos recalca un asunto de suma importancia: el perdón de las ofensas como único camino posible en la vida del creyente. Algunos se pueden preguntar por las veces que debemos perdonar y tener misericordia del prójimo; nada escapa a sus ojos, ni a su control. He aquí la respuesta: “Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mt. 18:21-22)
El arrepentimiento del que peca, ofende, o actúa de forma incorrecta, es más que suficiente para perdonar. Hay que perdonar siempre, sin límite. Esto no quiere decir que pasemos por alto las cosas que hacemos mal y que infringen la ley, sino, que debemos actuar con misericordia y perdón para con nuestros hermanos; hacer lo contrario nos asemejaría a la gente del mundo y no a un verdadero discípulo de Cristo. Por consiguiente, no juguemos a ser jueces, ni condenadores; sino, que exhortemos con amor: “No juzguen, para que no sean juzgados. Porque con el juicio con que juzgan, serán juzgados, y con la medida con que midan, se les medirá” (Mt. 7:1-2)
Sólo Dios es justo. Él es ese Juez infalible; Él es la Ley perfecta sin error. Dejemos que Él nos guie en su infinito amor, el cual nos regala cada día para que lo regalemos.
Únicamente así, los hombres podremos disfrutar de la felicidad prometida que Cristo comenzó al morir por nosotros en la cruz. Si obedecemos sus mandatos, no seremos nunca más esclavos de lo fácil: El pecado.
A Él sea la Gloria por siempre.