¿Cuántas veces a lo largo de nuestra vida hemos dicho o pensado estas palabras? Estoy seguro de que a todos nos gusta tener éxito en las cosas que hacemos, y creo también que nos sentimos orgullosos de nosotros mismos cuando otras personas se dan cuenta de nuestro éxito y nos alaban por él. Pero con el paso de los años aprendemos la lección de que el éxito no está garantizado, ni siquiera cuando uno se esfuerza al máximo por conseguirlo. Me acuerdo de que, en mis primeros tiempos de profesor de inglés, la época de los exámenes era para mí una preocupación, porque consideraba como fracaso personal el hecho de que no pudiese conseguir que aprobasen todos mis alumnos. Después de algún tiempo, me di cuenta de que siempre habrá suspensos, o bien porque el alumno no pone de su parte en la preparación del examen, o bien porque tiene poca facilidad en el aprendizaje de la materia, o incluso por ser injustos los criterios de evaluación.
Debemos, pues aceptar que no siempre vamos a prosperar en nuestros esfuerzos, ni ver hacerse realidad todos nuestros sueños. Esto puede ser especialmente duro para las personas que reconocemos a Jesucristo como Señor y Salvador de nuestras vidas. Si creemos que Nuestro Dios es Todopoderoso, y que si confiamos diariamente en el Hijo de Dios, ¿no significa esto que El siempre nos dará el éxito? Además, las Escrituras afirman que todo lo podemos en Cristo, y que si Dios está por nosotros no tiene por qué preocuparnos la idea de que alguien, o algo, pueda estar contra nosotros. No obstante, estas afirmaciones bíblicas tienen un sentido más profundo que el simple concepto del éxito humano, y cada creyente debería estar preparado para las circunstancias que pueden traerle dificultades o decepciones inesperadas a su vida. Pensemos, por ejemplo. En un pastor que ve marcharse de su iglesia a varios miembros sin que haya miembros nuevos, a pesar de estar sirviendo fielmente al Señor. O en un creyente joven que lleva mucho tiempo compartiendo su fe en Cristo con su círculo de amistades sin que se convierta ninguno de ellos. O en una mujer cristiana que hace todo lo que puede para que su marido deje de comportarse irrazonablemente y le muestre el amor y el cariño que ella se merece, sin que él tenga la mínima voluntad de cambiar de conducta. En todos estos casos, es lógico que la persona crea haber fracasado en sus esfuerzos, sobre todo si ha orado con fe por que cambie su situación.
En la Biblia, podemos encontrar ejemplos de grandes hombres de Dios que, humanamente hablando, experimentaron el fracaso. El profeta Elías se puede considerar como uno de estos casos. Si leemos el versículo 5 del capítulo 19 del primer libro de los Reyes, lo vemos tan convencido del fracaso de su misión de persuadir a su pueblo que vuelva al Señor, que desea morir. Nos sorprendemos de esta actitud tan negativa del profeta si leemos el capítulo anterior, que describe en detalle su triunfo rotundo sobre los profetas del dios falso, Baal, y nos podemos preguntar: ¿Cómo se puede explicar que un hombre a quien Dios acaba de dar el éxito, cree haber fracasado? Pienso que la respuesta a esta pregunta puede encontrarse en las expectativas de Elías. El profeta esperaba, con toda seguridad, que la reina Jezabel aceptase con humildad la derrota de sus profetas, y que a la vez desautorizase la adoración a Baal para animar al pueblo a adorar y servir al Señor. Esto, a los ojos de Elías, hubiera significado el éxito de su misión. Pero el hecho de que Jezabel reaccionó amenazándole de muerte impidió que se cumpliesen sus expectativas, e hizo surgir en su mente este pensamiento: ¡He fracasado!
En cambio, quisiera referirme al caso de otro hombre que aparece en la Biblia. Cuando este hombre murió crucificado hace casi dos mis años, sus contemporáneos, y hasta sus amigos más íntimos, pensaron que había fracasado en sus propósitos. Pero El sabía que su muerte era un paso importante hacia el triunfo sobre el pecado. Se trata, por supuesto, del Señor Jesucristo, cuyas últimas palabras en la cruz no fueron “¡He fracasado!”, sino “Consumado es, y te encomiendo mi espíritu, Padre”, o sea: “Lo he conseguido, y estoy preparado para que me recibas, Padre.” La clave de la actitud de Jesús, en contraste con la de Elías, es que las expectativas que tenía en su misión estaban en armonía perfecta con los propósitos eternos de Dios. No se dejaba influenciar por el concepto humano de lo que significan el éxito y el fracaso. Cristo nació para triunfar, y esto lo confirma el desenlace de su misión.
Por lo tanto, la próxima vez que las cosas nos vayan mal a pesar de nuestros mejores esfuerzos por evitarlo, si el Adversario nos introduce en la mente y el corazón la tentación de atribuirnos el fracaso personal, recordemos que somos más que vencedores en Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Que no nos importe que nos digan que hemos fracasado. Lo que sí nos tiene que importar, es que “todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios, es decir a los que son llamados conforme a Su propósito.” (Romanos, cap.8, v.28).