cristiano perseguido¿Quién es Señor absoluto: el César o Cristo?

Un conflicto de soberanía que se traduce en un dilema de lealtades.
Las "películas de romanos" han dado al público una imagen parcial, cuando nos distorsionada, de las persecuciones que el Imperio Romano desencadenó intermitente contra los cristianos en los primeros siglos de nuestra era.
De ahí que se suele pensar, sobre todo, en la crueldad, y aun la locura, de emperadores como Nerón sobre el trasfondo de una férrea intolerancia religiosa impuesta por decreto.

La verdad, sin embargo, exige matizaciones.

EL SEÑOR "CÉSAR" O EL SEÑOR JESUCRISTO.

En términos generales, el Imperio Romano fue tolerante con todas las religiones. Pero, eso sí, bajo ciertas condiciones. La primera: respeto y sumisión total a los poderes constituidos y los símbolos religiosos que los expresan. Podía practicarse cualquier credo con tal de que, al mismo tiempo, se estuviera dispuesto a sacrificar en los altares de los dioses romanos. El Estado exigía un certificado de adhesión a la religión imperial -llamado Lihellum para cuya obtención había que quemar incienso en el altar del César divinizado.

La intolerancia que desembocó en las grandes persecuciones contra los cristianos no fue simplemente la consecuencia de los arrebatos de gobernantes neuróticos y aun monstruosos, como Nerón o Diocleciano. Hubo emperadores mucho más equilibrados, y hasta inteligentes y con inquietudes filosóficas y éticas, como Marco Aurelio y Trajano, que también persiguieron a los cristianos ¿Por qué?

El conflicto entre la Iglesia Cristiana y el Imperio Romano fue, entre otras cosas, un conflicto de soberanía. ¿Quién es soberano absoluto: el Estado o Dios? ¿Quién debe ser reconocido como Señor: "El Señor César" o bien "el señor Jesús"?
Los discípulos de Cristo se negaron a llamar Señor al César. El título de Señor lo reservaban para el Hijo de Dios solamente. Los cristianos se negaron a sacrificar en el altar del César, o lo que es lo mismo: en el altar del Estado. Una actitud que los convertía automáticamente en traidores a los ojos de las autoridades.

"¿Quién es Señor absoluto: el César o Cristo? Un conflicto de soberanías que se traduce en un dilema de lealtades"
La lealtad al Estado se juzgaba por la disposición a quemar incienso y sacrificar ante el altar imperial. Por supuesto, bastaba la simple adhesión nominal, ritual, a la religión del Estado. El rito y no el fervor era lo que contaba, pues no era tanto cuestión de creencias como de lealtades. Todos los cultos, las religiones más exóticas de Oriente y de Occidente, coexistían con la religión oficial. El sincretismo era total y la tolerancia era precisamente para quienes, creyendo en varios dioses, no tenían ningún reparo en mostrar su fidelidad al "divino emperador" al que reconocían como Kurios (Señor) y Soberano. Es decir: como la máxima autoridad y el máximo absoluto.

LA CRÍTICA DEL PODER ABSOLUTO.

En estas circunstancias no es extraño que desafiar el cumplimiento de lo prescrito por la religión romana fuera considerado como sedición. Erigir un Dios como único verdadero era tildado de "ateísmo", y de declarar que sólo Jesucristo es Kurios -Señor- y sólo él es soberano, se tenía por alta traición.

Muy pronto ser cristiano se convirtió en sinónimo de enemigo del Estado y de su escala de valores.

El Evangelio había enseñado a aquellos cristianos primitivos que había que honrar a las autoridades y prestarles el acatamiento debido a su función querida por Dios. Pero al mismo tiempo este Evangelio les quitaba a todos los gobernantes, y principalmente al César, sus pretensiones "divinas", de poder absoluto, de señorío, de manera que situaba el ejercicio del poder bajo la soberanía de un poder más alto, y más absoluto, el poder de Dios. En esta competencia de soberanías tenía las ideas muy claras: la soberanía absoluta le pertenece solamente a Dios. De ahí que la lealtad absoluta sólo puede exigirla Jesucristo, al único que le corresponde por derecho propio el título de Señor.

Con esta actitud el cristianismo primitivo iniciaba una crítica al poder absoluto, crítica cuyas raíces se hunden en el mensaje profético del Antiguo Testamento. Con el paso de los siglos esta crítica constituiría un fermento renovador en el mundo occidental principalmente y, sobre todo, allí donde triunfó la Reforma del siglo XVI.

La soberanía conlleva la catolicidad. Si a Cristo ha sido dado todo poder y soberanía en el cielo y sobre la tierra (Mt. 28:18), esto significa que puede reivindicar para sí la potestad universal y pedir la obediencia de la fe entre todas las gentes (Ro. 1:5).

Este fue el primer sentido del vocablo "Católico": universal. En medio de un Imperio que blasonaba de universal, la Iglesia de Jesucristo se consideraba la verdadera universalidad, como lo declaró Pablo en Gálatas 3:28: "Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús."

SOBERANÍA Y CATOLICIDAD.

La cabeza de la Iglesia es Jesucristo, "el bienaventurado y sólo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores" (1 Ti. 6:15), y desde esta soberanía la Iglesia deduce la catolicidad de su misión.

Pero el Imperio reclamaba la catolicidad para él. El conflicto resultaba inevitable. Dos poderes frente a frente: el César con su Imperio y Jesucristo con su Iglesia. Ambos con vocación católica, es decir: universal. De ahí que Roma combatiera el cristianismo como no lo hizo con ninguna otra religión de las muchas que había dentro de sus fronteras. Y es que los cristianos no eran perseguidos tanto por su Credo como por las consecuencias de este Credo en su actitud frente al Estado y los valores que este Estado representaba.

"La lealtad absoluta sólo puede exigirla Jesucristo, al único que le corresponde por derecho propio el título de Señor"
Muy pronto, las iglesias vindican el título de católicas, es decir: universales. Es lamentable que, hoy, para la mayoría de la gente el término "católico" se identifique casi exclusivamente con el Catolicismo Romano -que, paradójicamente, fue resultado de una compleja evolución posterior y que de hecho se alejó del primitivo concepto de los primeros siglos (cf. J. Gonzaga, CONCILIOS) y no con su sentido etimológico, sencillo y primitivo. Hemos perdido una definición que en los primeros siglos era muy querida porque describía aspectos fundamentales de la naturaleza de la Iglesia y de su misión. Los reformadores del siglo XVI, a diferencia de nosotros, trataron de conservar este vocablo en todas sus explicaciones de la fe cristiana.

Roma insistió siempre en que sólo el Imperio era católico y sólo el César tenía derecho a ser reconocido como Señor.
Todas las religiones se doblegaban ante estas pretensiones. La mayoría de los cultos practicados entonces eran locales, regionales, circunscritos a ciertos grupos humanos específicos. Todos se inclinaban ante el señorío del César y la catolicidad del Imperio; todos menos los cristianos. Para las demás religiones no había problema: la fe se limitaba a unos ritos, unas prácticas, que afectaban tan solo ciertas parcelas de la vida; tenía que ver sólo con el "espíritu", las fuerzas "ocultas", el "más allá", etc. Todo esto era compatible con la soberanía, y aun la adoración, del emperador.

Para los cristianos el dilema era muy diferente, pues el Evangelio obliga al reconocimiento de Jesucristo como Señor de todas las parcelas y esferas de la vida, tanto sociales como personales, tanto internas como externas, tanto públicas como privadas. Y este mensaje, además, es la voz auténticamente católica que tiene que ser oída por toda la tierra. Estos puntos estaban muy claros tanto en las convicciones como en las conductas de aquellos primitivos cristianos.

LA SOBERANÍA DEL "CESAR " Y LA SOBERANÍA DE CRISTO.

"El Evangelio obliga al reconocimiento de Jesucristo como Señor de todas las parcelas y esferas de la vida, tanto sociales como personales, tanto internas como externas, tanto públicas como privadas"

Hoy tenemos planteada una batalla similar, aunque muchos cristianos no se den cuenta de ello. El Estado moderno asume cada día características más "católicas", universales, totales y absolutas. Exige cada día más poder y más capacidad de controlar a sus súbditos. La misma libertad, los derechos humanos, son cosas que el Estado moderno supone prerrogativa suya el concederlos o negarlos. Los interpreta, no como dones de Dios enraizados en la creación, sino como favores que el Estado otorga. Mientras tanto, la fe cristiana va siendo reducida no sólo a una cuestión personal sino a un aspecto privado, individual, de la existencia con escasas repercusiones sociales, jurídicas, morales, etc. La ley, la ética, las corrientes de pensamiento y de conducta, las normas, las modas y los modos de vida, han dejado de inspirarse en los principios cristianos. La legislación y la administración se inspiran en otras fuentes, una vez el cristianismo ha sido reducido a cuestión privada y hasta exótica de algunos individuos. Esto abre el camino al Estado omnipotente que extiende su dominio gradualmente en más esferas de la existencia. Asume de manera progresiva una soberanía cada vez más absoluta sobre la sociedad y sobre las conciencias.

Recordemos que algunos de los mejores emperadores romanos fueron los peores perseguidores de la fe cristiana. Cuanto más fieles eran a la vocación hegemónica de Roma más tenazmente perseguían a la Iglesia.

A veces, hoy, son también los "mejores humanistas", ciertos "buenos gobernantes" los que hacen más daño al cristianismo en aras de una aparente tolerancia inspirada en el relativismo moral y en una perspectiva secularizante de la vida. Este "humanismo" concede al cristianismo el derecho a las convicciones personales y hasta el culto privado, pero con tal de que no proclame lo que Cromwell y los puritanos llamaban "los derechos reales de Jesucristo Señor y Soberano" sobre cada área de la vida y del pensamiento. Es decir: con tal que ceda estos derechos al César.

El "Antinomianismo" es actualmente no sólo una herejía practicada por muchos creyentes sino un principio que estos creyentes incluso aplican ahora a los no creyentes. Según ellos, la ley de Dios no tiene ninguna función que realizar.
"Vivimos bajo la gracia, no bajo la ley", exclaman. Y tuercen el sentido de este texto de Pablo una vez más. Lo que en realidad hacemos es negar la soberanía de Dios -sus normas, sus principios, su ley- al no permitir que su Palabra ilumine cada esfera de la existencia. Olvidándonos que Dios, como Creador, tiene dominio y derecho sobre todas sus criaturas y sobre todas las estructuras creadas. Pero muchos cristianos han dimitido de sus responsabilidades de dar a conocer las normas de la Palabra para la vida de las personas y los pueblos. Mientras tanto, la pedagogía, el derecho, la sociología y muchas más ramas del saber moderno vienen motivados por propuestas claramente anticristianas. Muchos cristianos no parecen comprender el conflicto de soberanías que tenemos planteado y, más grave todavía, incluso algunos quieren justificar las pretensiones del Estado y su propia ceguera con una mala teología.

Hay creyentes actualmente que dicen creer en la Biblia, desde la primera hasta la última de sus páginas, pero al mismo tiempo insisten en que no es de su incumbencia el tomar posiciones en contra del aborto, la homosexualidad, la eutanasia, etc., porque, de hacerlo, caerían en el llamado "evangelio social." El evangelio de estos cristianos tiene que ver solamente con la salvación de las "almas." Sólo una parte de la personalidad, el elemento "espiritual", interesa al mensaje cristiano, según esta mentalidad. El resultado práctico es que la fe cristiana queda así reducida a un status parecido al que la antigua Roma concedía al paganismo de aquel entonces en sus múltiples manifestaciones: un culto privado, para necesidades privadas y para ciertos núcleos privados de la sociedad. Implícitamente, el señorío de Cristo sobre todas las parcelas de la existencia queda así negado y la catolicidad de su mensaje obstaculizada.

Si estos cristianos hubiesen vivido en los primeros siglos no hubieran sido perseguidos por la ley romana. Podemos estar convencidos de ello, pues no hubieran dado motivos para ser tildados de sediciosos ni de traidores. No hubiesen desafiado al "Señor César" ni su jurisdicción católica sobre conciencias y vidas, puesto que el señorío de Cristo lo tienen reservado al estrecho ámbito del "alma" y su universalidad es un principio teórico que solamente al final de los tiempos tendrá sentido según ellos. Con esta clase de razonamientos y con esta teología, ningún Imperio, ningún Estado, se siente molesto por la presencia de cristianos que cantan himnos al Señor Jesucristo, pero que no tienen la preocupación de expresar este señorío en las diversas esferas de la vida y para quienes el mandato de ser "sal y luz en el mundo" se contempla con visión miope y estrecha.

"Se soportará a los cristianos en la medida que su influencia no traspase los umbrales de sus capillas y sus criterios no afecten para nada la vida pública, las costumbres y la sociedad"

El humanismo secularizante de nuestro siglo nos dice que no tenemos que imponer las normas cristianas, pero lo que en realidad quiere decir es que ni siquiera nos está ya permitido por la opinión pública el proponer dichas normas en competencia leal con las demás ideologías y corrientes de pensamiento. Mientras tanto, el materialismo, el secularismo y los demás "ismos" de la idolatría moderna se cuidan muy bien de imponer sus propios criterios a través del control que ejercen sobre los medios de comunicación y la vida cultural y política. La tolerancia para este nuevo paganismo es de signo parecido a la tolerancia del antiguo Imperio romano: se soportará a los cristianos en la medida que su influencia no traspase los umbrales de sus capillas y sus criterios no afecten para nada la vida pública, las costumbres y la sociedad. Mientras tanto, se hará escarnio, burla y desprecio de los valores cuyo origen último es la Biblia. A los cristianos se nos invita a vivir esquizofrénicamente: con una moral para la capilla y otra para la calle, con unos principios para la vida individual y otros para la social, antagónicamente distanciados lo privado y lo público. Y, lo que es peor, a diferencia de los cristianos de los primeros siglos, hoy tenemos creyentes que se amoldan a estas dicotomías, y hasta manuales de pseudo-doctrina que tratan de justificarlas.

¿NADA QUE APRENDER DE JUAN EL BAUTISTA?.

En una reunión de estudio bíblico se es-taba considerando la vida y el testimonio de Juan el Bautista, cuando alguien dejó caer este interrogante: ¿Quién sería hoy capaz de denunciar los pecados personales contra la ley de Dios cometidos por algunos gobernantes, como Juan supo hacerlo enfrentándose a Herodes en el nombre del Señor?

Pronto se oyeron explicaciones (?) para tranquilizar la conciencia: "No es tarea de Iglesia meterse con la vida privada de los políticos," "Ni con la pública;" "La actitud del Bautista se explica porque él vivía todavía bajo la antigua dispensación...;" "Bajo la teocracia israelita era lícito denunciar a las autoridades en nombre de Dios, pero no en las modernas democracias que son aconfesionales...;" "Con tal que un funcionario cumpla con sus deberes públicos, los cristianos no tienen derecho a hurgar en su vida privada...;" "No estamos bajo la ley sino bajo la gracia...;" "La separación entre la Iglesia y Estado supone que los creyentes han de permanecer con la boca cerrada, sea cual sea el estado moral de su entorno y de la nación...," etc.

Hubo todavía más "razones" que resultaría prolijo enumerar aquí. Para todos los gustos. Sin embargo, todas coincidían en un denominador común: el dualismo, las dicotomías como ejes de su pensamiento; las divisiones de clara procedencia gnóstica más que bíblica para eludir las implicaciones de señorío de Cristo para el aquí y el ahora de nuestro peregrinaje. Se da una cierta impotencia para pensar la fe globalmente y aún más para vivirla integralmente en la totalidad de áreas de responsabilidad de la existencia cotidiana.

Ciertamente, quienes con sus excusas trataban de decir que Juan el Bautista no tiene ya, hoy, nada que enseñarnos, no hubiesen sido perseguidos por el Imperio Romano. Porque cuando confiesan que Jesucristo es "el Señor, para gloria de Dios Padre" (Fil. 1:11) dan a entender que dicho señorío no es ni para "toda lengua" ni para el presente, sino tan solo una manifestación de piedad interior, estéril y privada, para ser susurrada en el rincón de la capilla...

Podemos estar seguros de ello. Ni siquiera Nerón hubiese molestados a estos cristianos.

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