El pasado 26 de abril, Babelia, el suplemento cultural de El País, publicaba un fascinante artículo de Juan Arnau Navarro titulado ¿En qué creen los ateos? En el mismo, este filósofo y astrofísico español señala que: «las sociedades seculares modernas se rinden culto a sí mismas».
Esta frase debe entenderse a la luz de la cita que, inmediatamente antes, ha hecho Arnau del antropólogo y sociólogo francés Marcel Mauss: «Si los dioses, cada uno a su hora, salen del templo y se hacen profanos, vemos que lo relativo a la propia sociedad humana (la patria, la propiedad, el trabajo, el individuo) entra en el templo progresivamente». Arnau añade: «Pero la sociedad completamente secularizada es la menos secularizada de todas, pues todos los delirios, fantasmagorías y alucinaciones que antes se asociaban con lo sagrado se vierten ahora en lo social. La religión de nuestro tiempo es la “religión de la sociedad”». Arnau, siguiendo a Mauss cree que lo que se adora ahora es lo que llama lo social, pero, en realidad, y siguiendo su propio análisis, un ídolo podría ser cualquier cosa.
Esta penetrante reflexión de Arnau guarda enormes semejanzas con el concepto bíblico de idolatría. Para las Escrituras, si no creemos en el Dios verdadero, entonces creemos en los ídolos. Para la Biblia un ídolo no es solo una imagen de un dios o ser al que se rinde devoción, hecha de madera o piedra. Es esto, por supuesto, como dejan entrever multitud de pasajes veterotestamentarios como el segundo mandamiento, Éxodo 20:4, el Salmo 115 o Isaías 44:9-20. Pero la idolatría es, igualmente, algo mucho más profundo. Como lo expresaba ya nuestro gran reformador y traductor de la Biblia, Cipriano de Valera: «En el primer mandamiento se prohíbe la idolatría interna y mental, y en el segundo, la externa y visible». El escritor Tim Keller dice que un ídolo es «algo que es más importante para ti que Dios, cualquier cosa que cautive tu corazón y tu imaginación más que Dios, cualquier cosa que esperes que te proporcione lo que solamente Dios puede darte». O En las palabras de Thomas C. Oden: «… uno tiene un dios cuando adora un valor último, al que considera algo sin lo cual no se puede vivir feliz». Y es que no existe un vacío en el ser humano, no hay creencia o increencia, sino Dios o ídolos. Como ya cantaba Bob Dylan a finales de los años 70 del siglo pasado: “You gonna have to serve somebody (Tienes que servir a alguien)». Todos estamos en esa tesitura, nos dice el gran poeta norteamericano. En estos días de fervor político podemos igualmente reconocer que algo tan noble como la búsqueda del bienestar público puede volverse también un ídolo en forma de afán de poder político a cualquier precio. Puede ser ideal o puede ser algo completamente deleznable. Lo que ya comentaba el sagaz escritor británico G. K. Chesterton: «cuando el hombre deja de creer en Dios, es capaz de creer en cualquier cosa». Y es que, como también enseñaba Juan Calvino: «nuestro corazón es una fábrica de ídolos». Y estos son de los más variopintos.
El problema de nuestros ídolos es que nos fallan o fallarán cuando más los necesitemos. Eso es lo que pone de manifiesto una película tan magnífica como El Reino. La posesión injusta y desmedida, finalmente lo destruye todo y a todos. El dinero no es malo en sí mismo, lo es el amor al dinero, dice de nuevo el apostol Pablo, 1 Timoteo 6:10. El Apóstol Pablo ya había dicho que la avaricia es idolatría en Colosenses 3:5. Es por eso por lo que las Escrituras hacen una denuncia tan tajante y perentoria de la idolatría. Dios procura mostrarnos que los ídolos no pueden darnos una satisfacción integral, ni aquí en este mundo, ni por la eternidad. Por el contrario, la fe en Cristo, la fe bíblica, tiene promesa para esta vida y para la venidera, 1 Timoteo 4:8. ¿Cómo lo hace? Reordena nuestros afectos nuestra vida, al derribar lo que hemos erigido en ídolos en nuestra vida, pero que no pueden llenar ni completa ni finalmente. La idolatría es tan poderosa que solo Cristo mismo puede derrotarla. Ese es el testimonio de Pablo en Filipenses 3:1-21. Lo que explica la conversión de Pablo es que tuvo como pérdida todo lo que antes daba sentido a su vida por causa de «la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús», Filipenses 3:8. Para Pablo ser cristiano no es adoptar una serie de valores, es más bien una relación personal, en la que quedamos cautivados por la Persona de Cristo Jesús. Y es que solo Dios mismo en la Persona de un hombre perfecto, El Señor Jesucristo, puede colmar nuestra hambre y sed de sentido pleno. No te quedes atrapado por los ídolos que no pueden hacer por ti lo que solo puede otorgar el Dios vivo y verdadero en su amado Hijo. Busca a Cristo. Recuerda su promesa: «Al que a mí viene, no le echo fuera», Juan 6:37.
Título original: «Lo que creen los que no creen». Artículo compartido con www.iglesiadealcazar.es y Scintilla blogsblogs - Publicado con permiso