file2591348110135“Prosigo hacia la meta para obtener el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” Filipenses 3:14

Hace algún tiempo que me doy cuenta del gran espacio que los medios informativos vienen dedicando a los premios concedidos a las personas que se destacan en la sociedad. Parece que casi diariamente se nos informa acerca de alguien a quien se ha premiado por su trabajo y, de esta forma, nos hemos familiarizado con una serie de nombres prestigiosos: Los Nobel, el Príncipe de Asturias, los Oscar, los Goya, los Grammy, etc.

Seguramente hay quienes dirían que esta proliferación de premios demuestra que el hombre está aportando al mundo cada vez más obras dignas del reconocimiento público, y que esto debe ser una buena señal de cara al futuro. Mi opinión personal no va en la misma línea.

Dudo mucho que Dios apruebe la existencia de estos premios. Por un lado, no me deja de llamar la atención el hecho de que casi siempre se les concede a personas que ya han alcanzado la fama de su vida profesional. ¿Para qué quieren o necesitan un mayor reconocimiento público? Un ejemplo de esto podría ser los determinados futbolistas que han recibido premios durante los últimos meses. Pienso que es cuestionable que estén haciéndole un bien a la sociedad unos hombres cuyo trabajo consiste en dar patadas y cabezazos a un balón. ¡Les pido disculpas a los aficionados al futbol profesional!

Hablando más en serio, creo que esta obsesión por los premios se debe a que, desde la caída del hombre en el Edén, nuestra humanidad busca su propia exaltación, reclamando para sí la gloria que le corresponde sólo al Dios Todopoderoso. Una de las consecuencias de dominio del pecado sobre el corazón es que alimenta el deseo de crear ídolos, y por esta palabra no me refiero solamente a las imágenes que son llevadas en las procesiones religiosas, sino también a los actores, cantantes, deportistas y otras figuras de la vida pública cuyos “fans” se alegran enormemente cuando se les concede un premio por sus “grandes éxitos”. Cuando se le exalta al hombre por la grandeza de sus obras, se pasa por alto la gloria de su Creador. En realidad ninguno de nosotros merece un premio, por mucho que otras personas reconozcan la aportación que hayamos hecho con nuestro trabajo a la sociedad.

Entonces, ¿qué quería decir el Apóstol Pablo cuando habló de obtener el premio del supremo llamamiento de Dios? ¿Se exaltaba a sí mismo declarándose merecedor del don divino de la vida eterna? Para responder acertadamente a estas dos preguntas tenemos que fijarnos en las tres últimas palabras de la afirmación de Pablo, o sea, “en Cristo Jesús”.

El apóstol reconocía así el hecho de que Cristo ya había ganado para él el premio eterno mediante su muerte y resurrección. Como podemos leer en el capítulo segundo de la misma epístola a los Filipenses, después que Jesús se hubiese humillado en su muerte, Dios le exaltó en su resurrección. Y, según nos dice Santiago en el versículo 10 del capítulo 4 de su epístola, Dios exaltará a todos aquellos que al igual que hizo Pablo, se humillen ante Él, y reciban a su Hijo como Señor y Salvador, confiando plenamente en Él todos los días de nuestra vida.

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