biblia abiertaQuerido Hermano:

Que el mundo evangélico se halla penosamente dividido, nadie lo puede negar. Es cierto que muchas de las discrepancias se deben a personalismos, tradiciones y motivaciones puramente subjetivas. Más preocupante, sin embargo, es la fragmentación doctrinal: que teniendo una fe, un Señor y un bautismo (y una Biblia, añadiríamos), exista tal diversidad de creencias y prácticas. Así, tenemos posiciones tan encontradas como las de bautistas y paido-bautistas, presbiterianos y congregacionalistas, carismáticos y no carismáticos, milenialistas y amileanistas, calvinistas y arminianos.

Claro que cuando los evangélicos reconocemos esta multiplicidad discordante, en seguida nos apresuramos a enfatizar la unidad que disfrutamos en cuanto a lo fundamental: la inspiración y autoridad de la Biblia, la divinidad de Cristo y, muy especialmente, el Evangelio. "Tenemos en común el mismo Evangelio", afirmamos, "todos creemos en la justificación por la sola fe".

Así, por lo menos, debería ser. Puesto que no tenemos un papa infalible, y creemos en el libre examen y en la libertad y dignidad del individuo, además de reconocer la imperfección de nuestro estado caído, no nos sorprende el error y la disensión en doctrinas secundarias, al tiempo que exigimos un mínimo absoluto de creencias para alcanzar la salvación y portar la etiqueta de evangélico. Aunque este mínimo cada vez esté más reducido en las modernas confesiones de fe... ¡cuando éstas existen!

Al hablar de unidad en el Evangelio, sin embargo, quizá estemos asumiendo demasiado. Los términos "Evangelio" y "evangélico" se usan cada vez con más ligereza y, lo que es peor, cada vez están más vacíos de contenido. Se está perdiendo la teología del Evangelio. Es más, para algunos, Evangelio y teología son conceptos antagónicos: "Yo creo en el Evangelio, pero no me hables de teología", se oye decir a veces.

Pero ¿existe algo más teológico que el Evangelio? Por supuesto que el Evangelio es una experiencia espiritual y salvífica para el creyente, pero si despojamos al Evangelio de su entramado doctrinal, ¿qué nos queda sino una experiencia subjetiva que poco se distingue de cualquier otra experiencia religiosa?

Cuando Lutero descubrió el Evangelio, éste no sólo transformó su corazón, sino toda su teología, y fue la teología del Evangelio la que conmocionó a media Europa. No es una exageración decir que de nuestra exégesis del Evangelio depende en gran medida nuestra interpretación de toda la Biblia.

Pero el Evangelio que hoy se cree y se predica, aun en círculos evangélicos, está a veces muy lejos del Evangelio que redescubrió la Reforma. La sola fe y la sola gracia constituyen la esencia del Evangelio reformado. Y si bien todo evangélico daría su asentimiento a dicha afirmación, son muchos los que de hecho caen en inconsecuencias que desvirtúan el Evangelio que profesan creer.

Se cree que hay gracia en el Evangelio, pero una gracia que no interviene hasta que el pecador muestra interés o "se decide" por Cristo (como si un muerto espiritual pudiera tomar decisiones), cuando Pablo nos habla de "la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos" (2 Ti. 1:9), y Dios dice: "Me manifesté a los que no preguntaban por mí" (Ro. 10:20).

Se cree que en el Evangelio la salvación es por la fe, pero se invita a los pecadores a "pasar al frente", o "tomar una decisión" o tener una "experiencia", lo cual da un carácter meritorio y subjetivo a lo que debiera ser todo lo contrario: un don inmerecido a pecadores que, por naturaleza, no quieren venir a Cristo para tener vida (Jn. 5:40).

Querido hermano, no pierdas de vista el Evangelio. Hay que reformar el Evangelio deformado de nuestros días. Mantengámonos firmes en el Evangelio de la gracia soberana de Dios. No hay otro Evangelio.

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