Todos los años finalizan y comienzan otros; en medio, la Navidad. Para unos son alegrías por las vacaciones, las fiestas, la belleza de las calles iluminadas, las reuniones familiares, los regalos, las pagas extras, la tradicional Lotería, y un sin fin de cosas que, al fin y al cabo, son triviales y efímeras (2 Corintios 4:18).
Sin embargo, para otros, para los creyentes, son de gozo, de regocijo, de alegría, de satisfacción, de contentamiento, de acción de gracias, de celebración victoriosa por la venida de Dios a la tierra en carne y hueso en la persona de Cristo (Lucas 2:11), por su destino de sufrimiento en la cruz donde cargó con toda nuestra inmundicia e ira de Dios (Isaias 53:3, 5; Salmos 22:13-18), por Su preciosa sangre derramada (Hebreos 9:22), por Su muerte (Juan 19:30), por Su resurrección (Lucas 24:6), por Su eficaz obra en la cruz: (a) por Su redención (Efesios 1:7), (b) por Su propiciación (Exodo 21:12-17; Juan 2:2; Juan 4:10) y (c) por Su reconciliación (Salmos 7:11; 2 Corintios 5:18-21; Romanos 5:10 y Romanos 10:11). Por Su justificación frente al Padre (Romanos 5:1) el cual nos adopta y nos hace hijos Suyos (Efesios 1:5)… Estos son algunos de los motivos por los que el creyente debe sentirse privilegiado y celebrar la Navidad. No como el mundo lo hace, sino como Dios quiere y le agrada.
Algunos nombres del Hijo de Dios
A continuación, vamos a meditar muy brevemente en estos dos versículos, los dos nombres con los que se proclama a nuestro Señor.
«Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados». Mateo 1:21
«He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel». Isaias 7:14
En el primer versículo se le llama, «JESÚS» y en el segundo «EMANUEL». Uno describe su oficio, otro su naturaleza, pero ambos son muy importantes.
El nombre Jesús significa «SALVADOR», porque Él salvará a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21), por ende, como ya hemos dicho, es su oficio especial. Salva a los suyos de la culpa y consecuencias del pecado, lavándolos en su propia sangre expiatoria (Efesios 1:7); salva a los suyos del dominio del pecado por medio del Espíritu Santo en sus corazones (1 Corintios 6:11), de manera que, el pecado no existe cuando los llama a su presencia fuera de este mundo para descansar junto a Él (2 Corintios 5:6-8). Y, además, después de esa presencia delante de Dios, después del sepulcro, a la segunda venida de Cristo (1 Tesalonicenses. 4:16), Él los resucitará y les dará un cuerpo glorificado (1 Juan 3:2). No los salva de la aflicción, ni del sufrimiento, ni del conflicto..., pero son salvos para la ETERNIDAD (Juan 3:16). Sin embargo ¿A quien salvará Jesús? No a todos, sino a su pueblo que son los que en Él creen y se arrepienten (Juan 3:16), a Sus ovejas (Juan 10:11). Por el contrario, aquel que se aferra al pecado, aún no es salvo (Mateo 12:30-31; Lucas 11:23).
El nombre Emanuel significa «DIOS CON NOSOTROS», es decir, Dios en medio de nosotros y como nosotros, pero con dos naturalezas distintas: la DIVINA y la HUMANA. Este nombre no aparece mucho en la Biblia, pero no por ello, es menos importante que el nombre de Jesús, ya que el nombre que se le da aquí a nuestro Señor es como Dios-hombre, como «Dios manifestado en carne» (1 Timoteo 3:16).
Debemos asegurarnos de entender que hubo una unión de dos naturalezas, la DIVINA y la HUMANA, en la persona de nuestro Señor Jesucristo. Debemos tener perfectamente claras en nuestras mentes que nuestro Salvador es PERFECTAMENTE HOMBRE y PERFECTAMENTE DIOS; así como PERFECTAMENTE DIOS Y PERFECTAMENTE HOMBRE. El nombre Emanuel aclara este misterio por completo. Esto es, Jesús, además de SALVADOR (Mateo 1:21) es «DIOS CON NOSOTROS» (IsaIas 7:14), pues Cristo Jesús tenía una naturaleza igual que la nuestra en todos los sentidos, EXCEPTUANDO unicamente el PECADO. Pero, aunque, repetimos, Jesús estaba con nosotros en carne y hueso, al mismo tiempo seguía siendo Dios.
Así pues, debemos adorar el ministerio de Cristo hecho hombre (Hebreos 10:12), ya que fue así ordenado por Dios para que Él participara en nuestra naturaleza como todos nosotros (Genesis 3:15). Él se cansaba, tenía hambre y sed, lloraba y reía, sentía dolor o tristeza, alegría o enfado, fue tentado… pero, nuestro Salvador conocía lo que había en nuestros pensamientos y nuestros corazones (Mateo 9:4); tenía poder sobre los demonios (Mateo 8:31-32; Marcos 1:34; etc.) y podía hacer milagros con una sola palabra…, también, nos reveló que era Dios: «Antes de que Abraham fuese, YO SOY» (Juan 8:58) o «YO Y EL PADRE UNO SOMOS» (Juan 10:30). En todo esto venos a Cristo «el Dios eterno», a Aquel que «es Dios sobre todas las cosas» (Romanos 9:5).
Si queremos tener nuestros cimientos fuertes donde construir nuestra casa, es decir, nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra confianza, debemos tener siempre «tatuada con fuego» la divinidad de Jesús, nuestro Señor y Salvador, porque es el único dueño del Cielo, de la Tierra y de toda la Creación. Nadie puede arrebatarnos de Su mano si realmente creemos en Él (Juan 10.27-28). Por tanto, nuestro corazón, no debe tener preocupación ni temor.
Por eso, no miremos solo Su nacimiento, sino Su destino, Su amor, Su humildad, Su obediencia… porque «el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. (Filipenses 2:6-11). Y además, «en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos (Hechos 4:12).
Cristo es la verdadera Navidad.
Soli Deo Gloria