¡Menudo verano! Tras cuatro largos años de espera por fin podemos disfrutar de casi 24 horas al día de deporte, con deportistas de élite de prácticamente todas las nacionalidades, en la XXXI olimpiada de la era moderna, Río 2016. Y las redes sociales nos complementan este menú, saludable a todas luces, inundando muros y time-lines con historias de esfuerzo, superación, perseverancia, lucha e incluso dolor de aquellos que han dedicado sus jóvenes vidas a ser los mejores de su disciplina consiguiendo el reconocimiento mundial.
Una vida olímpica
En realidad, estas historias reales de lucha y esfuerzo no son tan ajenas a nuestra cotidianidad. También nos recuerdan las redes y otros medios: La vida se parece mucho a una olimpiada. Aunque en este caso no hay periodo de aclimatación ni descanso tras la competición. La vida es una carrera de fondo que empieza nada más nacer y que termina en nuestro lecho de muerte. Sin descanso. Así es.
Despertamos por la mañana desde que somos niños para enfrentarnos a una sociedad que nos demanda ser los mejores. Como niños se nos exige buen comportamiento, horas de clases, exámenes, actividades extraescolares, educación en la mesa… Y no disminuye conforme crecemos. La carrera se hace más dura: estudios que nunca son suficientes, competencia por conseguir un trabajo, competencia en el trabajo, los hijos, la familia, la hipoteca, y un tedioso etcétera que sobrecarga nuestras espaldas emocionales hasta el punto de parecer que será imposible soportar un día más. Y la sociedad consumista contribuye a esa carga aún más, imponiéndonos necesidades que ni siquiera sabíamos que teníamos: moda, ocio, tecnología, etc.
Somos, queramos o no queramos, deportistas de élite del deporte de la vida.
La carrera para ganar el cielo
Nuestros diligentes padres, y también la sociedad, nos inculcan tan insistente como adecuadamente esa cultura del esfuerzo para conducirnos en la vida que finalmente acaba tatuado a fuego en nuestro carácter. Nadie regala nada.
Desgraciadamente esa actitud inunda otras áreas del ser humano como la espiritual. De hecho, lo hace desde los tiempos ancestrales de la prehistoria. En aquel entonces el ser humano trabajaba e incluso luchaba y mataba por conseguir el beneplácito de los dioses. No es diferente hoy. Los hay muy entregados a las tareas de limpieza espiritual (rosarios, peregrinaciones, etc.). Otros se conforman de forma puntual con la asistencia a una iglesia de vez en cuando añadiendo, quizás, algo de confesión o comunión. Otros exigen un comportamiento bueno y aceptable para sí mismos y la sociedad. Y otras variadas formas.
Tanto antes como ahora, el objetivo de aplicar este método del trabajo y el esfuerzo al aspecto espiritual del ser humano es el mismo, a saber, obtener un estado de aceptación ante nuestros propios ojos y los de aquel con el que nos encontraremos después de la vida. ¿Cómo si no podríamos hacerlo? Nadie regala nada… Sufrir, trabajar, luchar para ganarnos el cielo.
¿Pero es efectivo ese método? ¿Consigue realmente traer paz al ser humano o más bien dudas y terror a lo que tendrá que enfrentarse? ¿Es así como quiere Dios que lo hagamos? Hacemos bien en preguntarnos.
Acudir a nuestros genes, a nuestra experiencia desde la más tierna infancia, al comportamiento aprendido que nos mueve a luchar para conseguir nuestras necesidades y deseos puede parecer natural, pero quizás no es la opción válida, al menos para las cosas espirituales.
Aceptemos que existe un Dios que es espíritu. Aceptemos que somos seres espirituales. Aceptemos que hay una vida espiritual después de la muerte. La pregunta del que busca es obvia ¿cómo deberíamos acercarnos a Dios? La respuesta no es muy diferente a la que tendría esa misma pregunta para acercarnos a cualquier otra persona. Imagina que quieres ver a alguna persona prominente; el alcalde, un inspector de Hacienda, un Juez o al Presidente del Gobierno. Deberemos informarnos del protocolo que hay que cumplir para presentarnos ante ellos. Así es también con Dios.
El Evangelio de salvación en Cristo
Él mismo nos ha indicado cual es el “protocolo” para tener acceso directo a su presencia y ¡es un protocolo que pueden cumplir hasta los niños!
Si lo pensamos detenidamente, el que exista ese protocolo ya resulta increíble. Dios, creador del tiempo y del espacio, de todo lo que existe en este universo y fuera de él, de las personas y de sus almas ha querido mostrarse a nosotros. Podría no haberlo hecho, estaba en su derecho como creador. Estaríamos ignorantes de su existencia. Pero Él no es así. Se ha revelado en su Palabra, la Biblia, por medio de Jesús, su Hijo, y es ahí donde nos ha mostrado cómo quiere él que nos acerquemos.
Dios, habiendo hablado muchas veces y en muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo… (Hebreos 1:1-2)
Veamos cómo:
Creyendo que Dios existe
En primer lugar, nos dice la Biblia, hay que creer que Dios existe y que encontrarlo es fundamental para el bien de nuestras vidas y almas:
… es necesario que el que se acerca a Dios crea que El existe, y que es remunerador de los que le buscan. (Hebreos 11:6)
Somos pecadores
En segundo lugar, debemos conocer nuestra condición delante de Dios. Nuestra maldad (o pecado), la tuya y la mía, es algo tan serio y grave ante Dios que es tan santo y perfecto, que levanta un muro infranqueable que nos aparta y separa de Él:
… todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios (Romanos 3:23)
Tenemos la tendencia a decir: “Yo peco poco, otros pecan mucho más, yo no robo ni mato…”. Mira lo que dice Dios de esa idea:
Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos. (Santiago 2:10)
O también “Pero yo intento ser bueno y hacer cosas buenas. Lo que importa es mi actitud hacia los demás”. No te engañes… mira lo que dice Dios de tu pecado a través del profeta Isaías:
Todos nosotros somos como el inmundo, y como trapo de inmundicia todas nuestras obras justas; todos nos marchitamos como una hoja, y nuestras iniquidades, como el viento, nos arrastran. (Isaías 64:6)
No hay una balanza en la que pesar nuestras obras buenas con las malas. Eso es un invento y una falacia humana y satánica basada en esa cultura del esfuerzo.
¡Despierta y escucha! Un único pecado, por pequeño que sea tiene el peso infinito para inclinar la balanza hacia nuestra propia condenación. Tu pecado, que es la desobediencia a Dios, te aleja de él cada día más hagas lo que hagas, aunque te esfuerces hasta la extenuación con tus propios medios. Estás destituido de la gloria de Dios. Así nunca podrás estar junto a Él.
Hay castigo para tus pecados
En tercer lugar, puesto que Dios es justo y santo no dejará tu pecado sin castigo igual que un juez justo no dejará de imponer castigo a un malhechor.
Porque la paga del pecado es muerte (Romanos 6:23)
De hecho, no dejará sin castigo ni uno sólo de ellos. Jesús mismo dijo:
Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido. (Mateo 5:18)
Ante este panorama ¿qué podríamos decir? Merecemos el castigo, la Biblia lo llama infierno, sin que haya nada que podamos hacer nosotros mismos por evitarlo. Esta es la conclusión a la que Dios quiere que lleguemos.
La buena noticia
Y justamente ahí encontramos la buena noticia del Evangelio. Jesús, Dios mismo hecho hombre vino a esta tierra con un sorprendente propósito. Cumplir de una forma perfecta las demandas de Dios durante su vida para ofrecerla como sacrificio definitivo y perfecto en la cruz y así pagar la deuda y el castigo merecido por nuestros pecados, los pasados, actuales y futuros.
Y a vosotros, estando muertos en pecados […] os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz… (Colosenses 2:13-14)
Él sufrió el castigo justo de Dios que cada uno de sus hijos merecía, cuando murió por ellos. El justo por los injustos.
El mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por sus heridas fuisteis sanados. (1 Pedro 2:24)
Un gran precio el que debió pagar por sus hijos, pero totalmente gratis para los que se acerquen con fe a Él. Leemos otra vez en Romanos:
Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 6:23)
Llegamos a una increíble conclusión: La vida eterna es gratis. Dios no te pide nada a cambio, sino que aceptes y creas que Jesús lo hizo todo por ti. En ese precioso versículo que condensa el Evangelio se ve claramente:
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. (Juan 3:16)
Resulta extraño este Evangelio bíblico de salvación porque no requiere de tu esfuerzo sino únicamente de tu confianza en Cristo. Es simple y sencillo y a la vez gloriosamente maravilloso. Casi no entra dentro de la cabeza, no resulta natural y sin embargo está claramente expuesto en la Palabra de Dios. Te humilla a ti, porque te hace inútil e incapaz, pero exalta a Dios que es el único digno de alabanza. Y es que por mucho que lo intente ni mi esfuerzo, ni tampoco el tuyo, es suficiente. Dios que estaba fuera de nuestro alcance, sin embargo, por la fe en el perfecto sacrificio de Cristo que me sustituyó ante las demandas de Dios Padre, puedo decir junto al apóstol Pablo con total certeza y seguridad que algún día estaré cara a cara frente al Dios de amor:
¿Quién nos separará del amor de Cristo? […] Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro. (Romanos 8:35-39)
La medalla
Fue Cristo quien lo dejó todo para buscarme. Fue Cristo quien hizo todo lo que yo no podía hacer. Fue Cristo quien corrió la carrera. Fue Él quien ganó la medalla con su sufrimiento. Fue mi Señor quien cogió su perfecta victoria y, mientras yo luchaba y pataleaba contra él en mis delitos y pecados, la puso alrededor de mi cuello, indigno de ella, haciéndome digno delante de Dios para toda la eternidad por medio de la fe en Él.
Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. (Romanos 8:37)
Es precioso poder correr la olimpiada de la vida con la seguridad de que cuando cruce la meta, el día de mi muerte, podré tener acceso a la presencia de Dios y de Cristo que me salvó. Así sí. Cristo me hizo el mayor regalo que puede haber.
Ahora conoces cómo indica la Biblia que podemos acercarnos a Dios. No luches, no sufras, no hagas. Acércate a Cristo con la confianza de que Él lo hizo todo por ti. Haz tuya esta salvación tan grande hoy mismo que todavía hay tiempo. No dejes pasar ni un minuto más porque no sabes cuándo morirás. No te presentes delante de Dios con tus justicias (trapos de inmundicia) sino con la perfecta justicia de Cristo pura y cristalina que te hará digno ante la santa presencia de Dios.