“¿A qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?” (Isaías 40:18)

¿Cómo o dónde comenzamos a acercarnos a Dios para estudiarle y conocerle? Sabemos de antemano que nunca podremos alcanzar un conocimiento suficientemente exhaustivo pues El es infinito, así como nuestra mente nunca se sacia. Esto es bueno, pues siempre descubriremos y nos asombraremos ante algo nuevo, pero también puede ser peligroso si nos dejamos llevar por la imaginación (Rom.1:23).

Cada párrafo o página de la Escritura nos dice algo de Dios y ese algo es ya una puerta para más.

Para poder comprender ciertos aspectos o actitudes se le personifica dándole ojos, boca, oídos, corazón, etc… Le da emociones como las nuestras (gozo, aflicción, enojo, etc...). Le compara a animales (león, gallina, águila…), a cosas (fuego, sol, fuente, roca…) u oficios (juez, rey, novio, pastor…). La lista puede ser interminable. Todas ellas son pinceladas para un cuadro mucho más grande, pero no son suficientes.

Podemos encontrar claras indicaciones de sus atributos o cualidades divinas, unas son solo suyas (espíritu, creador…) y otras a semejanza nuestra (amor, poder…) aunque él las supera con su infinitud y perfección.

Por último, pero con lo que nosotros comenzaremos, está su propia naturaleza (unicidad, trinidad, espíritu…).

Pero lo más grande de todo es que siendo él quien es pueda estar cerca de nosotros. La respuesta es Cristo.

Oración.

“Gracias Dios mío, pues para lo poco que sé aún de ti, ya me es suficiente para extasiarme”.