“Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” (Juan 4: 24)
Como dijimos anteriormente Dios no tiene cuerpo, energía ni dimensión, al menos tal como nosotros la conocemos, por tanto, solo podemos sentirlo, verlo u oírlo cuando él lo permite. Es Dios quien tiene que descender a nosotros pues nosotros, por nosotros mismos, no podemos llegar a él.
La Escritura enseña que Dios es espíritu (Jn.4:34), pero no como nuestro espíritu que depende de un cuerpo y un lugar, aun cuando tengamos algo de él (Gén.2:7) (Hch.17:28). No debemos confundir la esencia espiritual de Dios con el Espíritu Santo, la tercera persona de la trinidad.
Se nos enseña por tanto, que aun siendo Dios la luz (1 Jn.1:5) no le podemos ver (Jn.1:18; 6:46), entre otras cosas porque si le viéramos moriríamos (Ex.33:20) (Is.6:5). Nuestra naturaleza impura nos impide ver la pureza misma.
Dios se tiene que hacer perceptible a nosotros por medio de cosas visibles, una zarza ardiendo, una nube, etc, pero también, y sobre todo, por medio de su Hijo (Jn.12:15; 14:9) (Col.1:15).
Al descubrir al Padre en y por el Hijo, nuestro espíritu puede unirse a su espíritu (Jn.17:21) (1 Cor.6:17), vamos siendo transformados en su imagen (2 Cor.3:18), con la promesa también de que un día si le veremos (Mt.5:8) y seremos como él, Cristo, el resplandor de la gloria del Dios invisible (Heb.1:3).
Oración
“Gracias por permitirme ahora percibirte por medio de tu Hijo y darme la firme esperanza de ver un día tu gloria”.