“Exaltad a Jehová nuestro Dios,
Y postraos ante el estrado de sus pies;
El es Santo.” (Salmo 99:5)
Entre las muchas cosas que pueden mostrar las diferencias y la distancia entre el ser humano y Dios, destaca la santidad, y así lo manifiesta repetidamente la Escritura.
En nosotros definimos santidad como un huir del pecado para acercarnos y dedicarnos a Dios; en Dios es estar separado del pecado y dedicado a defender su honor.
Dios, desde la eternidad, es libre de todo mal, pues ni lo hace, ni le afecta, ni peca, ni tienta a pecar (Stg.1:13). Siempre desea lo mejor, incluso en su justa o santa ira (Salmo 99:3).
Su santidad o pureza afecta a todo su ser, a su nombre (Salmo 103:1) y a todo lo que hace, por eso su Ley y su Palabra son santas (Rom.7:12) (Sal.105:42). Es porque él es santo que santifica a su pueblo (Ex.19:4-6), a la iglesia (Ef.2:21; 5:26ss).
La santidad de Dios tiene importantes y serias implicaciones sobre nosotros. Primero, no podemos estar en su presencia tal como somos (Is.6:5). Dios aborrece el pecado y al que lo porta (Sal.5:5; 7:11) y a la vez el ser humano, en su estado natural aborrece su santidad.
Pero Cristo, con su muerte sustitutoria, satisface la justicia del Padre, rompe el velo de separación y permite al pueblo redimido, entrar a su presencia, al Lugar Santísimo (Heb.6:19ss). Es en esta nueva relación que se nos pide y nosotros buscamos ser santos como él es santo (1 Pedro 1:15ss) (Lev.19:2; 20:26). Esto debe ser así, si queremos estar con él (Heb.12:10,14).
Oración
“Dios mío me sigo asombrando aun más y más de que tú, santo, me ames a mí pecador. Gracias por tu Hijo”.