“Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad.”(2 Tesalonicenses 2: 13)
El inicio de nuestra gloria final y eterna está en Dios (Hch.13:48). Él decidió crear, amar y llevar a gloria eterna a un pueblo, de forma soberana, sin depender en nada del objeto (2 Tim.1:9).
Su elección no pudo ser motivada por algo que pudo ver de antemano, pues ni eso daría libertad a la persona, ni vería obra positiva en nosotros. Su conocimiento de nosotros (Rom.8:29) es más que mera información (Mt.7:23), nuestra fe no es la razón de la salvación, sino la mano del mendigo que la toma, parte de la obra del Espíritu (1 Jn.5:1), como en el caso de Lidia (Hch.16:24).
A partir de esta elección Dios predestina, prepara nuestro destino (Rom.8:29) (1 Cor.2:7) (Ef.1:5, 11), organiza cada uno de nuestros pasos (Rom.9:16).
Esta elección de unos y el rechazo del resto no es fatalismo, sino consuelo para nosotros (Rom.8:28, 37-39), alabanza para Dios (Ef.1:12) (2Tim.2:13) y estímulo para la predicación (Hch.18:9-10) (2 Tes.2:10).
Diferenciamos aquí el llamamiento general de Dios, la libre oferta del Evangelio (Ezeq.33:11) (Mt.11:28) que se puede resistir (Jn.5:40), del llamamiento irresistible o eficaz del Espíritu Santo (Hch.2:39), pues él no pregunta a un muerto (Ezequiel 37:1-14).
Oración
“Qué gran privilegio Dios mío, saber que en un tiempo pensaste en mí, que luego me llamaste y que al final me hiciste oír tu voz”.