Desde mi infancia he tenido conocimiento del Evangelio porque vengo de una familia de creyentes. Cuando era niña asistía a la iglesia porque lo decían mis padres y eso me bastaba. De igual manera, año tras año, iba a los campamentos de verano para niños, sin sentir nada diferente. Yo pensaba que, por el simple hecho de hacer todas estas cosas y además de creer en Dios, ya era creyente. Pero más tarde descubriría que eso no era así.
Un año, en un campamento de verano de Valdepeñas, escuché una historia que preparó Pilar Herrera sobre una niña llamada Mary Jones, y cuando terminó de contarla no podía dejar de llorar. Me había dado cuenta de lo mucho que esa niña había luchado por tener una Biblia; yo, sin embargo, tenía muchas a mí alrededor y ni las miraba. En ese mismo momento me di cuenta que estaba vacía, que era pecadora y que el Señor Jesucristo murió por mis pecados. Me arrepentí, le pedí que me perdonara y Él me absolvió.
Desde entonces, y a pesar de las dificultades de la vida, he podido comprobar el gran amor de Dios y he podido sentir su presencia siempre a mi lado. Cada día que pasa tengo más temor de Dios. Le pido ser más humilde cada día y que moldee los fallos que a Él no le gustan de mi persona.
Gracias a Él tengo la paz que buscaba en nuestro Señor Jesucristo, el único que puede dármela, y yo me agarro a su promesa. También le doy gracias por mi hija Natalia y por todas las cosas que sin merecerlo me da, pero, sobre todo, por haber puesto su mirada en mí.