Durante la mayor parte de mi vida (hasta los 36 años) fui un incrédulo convencido y negué continuamente la existencia de Dios, aun a sabiendas de que algo habría de verdad cuando la gente hablaba tanto de ello. Cuando contraje matrimonio, mi mujer ya era creyente; y yo la respetaba. Pero, cuando surgían temas relacionados con Dios, se producía una discusión, entre ambos, de difícil solución. Por tanto, un día decidí leer la Biblia creyendo que así podría resolver aquellos debates. Quería demostrar con conocimiento de la Escritura que nada podría ocurrir por la influencia divina. En el proceso de la lectura comencé a sentir que el autor conocía mi interior, que mis sentimientos más profundos me eran revelados allí, y que mi verdad se derrumbaba por completo. La fuerza de la Palabra de Dios me ganaba la batalla.
Entonces, con cierto recelo, me dirigí al Señor y le hice una propuesta: “Si es que existes y eres real, yo quiero conocer la verdad, sea cual sea, aunque no me guste”. Él tuvo misericordia de mí y me aclaró la vista, dándome la seguridad de que la Escritura es su Palabra revelada; que allí estaban escritos todos los principios necesarios para dirigir mi vida y que debía ceñirme a ellos. De esta forma comprendí que Jesucristo en la cruz cargó con todas mis transgresiones; lo acepté como ese inmenso tesoro que tantas veces se me había ofrecido y siempre rechazado. Llegué al reconocimiento de mis pecados y mi arrepentimiento, sintiendo una descarga interior que me llenó de paz.
Ahora sigo pidiendo al Señor que nos ayude a entender la verdad revelada y a recibirla con humildad, para que los prejuicios humanos no nublen nuestra visión.